Tierra de Arnhem, Bajo Omo y tierras altas de Papúa. Los primeros contactos
Juan Salazar Bonet
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TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO
Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA.
LOS PRIMEROS CONTACTOS
JUAN SALAZAR
A lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX las políticas colonialistas de las principales potencias europeas, Estados Unidos y Japón transformaron el
mundo en un gran mercado comercial. Un desarrollo económico sin precedentes, una
abrumadora superioridad militar y tecnológica, así como grandes mejoras en los medios
de transporte permitieron a diversos países occidentales acceder a nuevos mercados,
productos y mano de obra, provocando profundos cambios a escala mundial. Como
consecuencia de ello, en este siglo y medio, más de 50 millones de indígenas, con economías basadas en la agricultura, la ganadería y la caza-recolección, fueron exterminados (Lee y Heywood, 1999).
La llegada de exploradores, militares, colonos, misioneros y antropólogos a los
nuevos territorios creó una serie de situaciones de contacto que se plasmaron en multitud de relatos. Hoy esa documentación nos permite reconstruir esos encuentros desde
un doble punto de vista ya que, con frecuencia, reflejaban no sólo sus opiniones y valoraciones sino las de los habitantes que encontraban. Mucho más difícil resulta obtener
documentación y evidencias de lo que esa llegada significó para las poblaciones nativas.
Aún así, el recuerdo de esos primeros encuentros ha permanecido vivo, a través de la
historia oral, en la memoria colectiva de estos pueblos. Más recientemente, el trabajo
de diversos investigadores en colaboración con miembros de comunidades indígenas ha
permitido plasmar la otra versión de los acontecimientos.
A menudo se ha presentado el primer contacto con la cultura occidental como
el inicio de la Historia de los grupos indígenas. Deberíamos tener presente que los procesos de cambio histórico ya existían antes de ese primer encuentro e intentar alejar esa
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visión de pueblos sin “profundidad histórica”, de culturas aisladas o “ancladas en la prehistoria” que aún hoy se utiliza como reclamo comercial.
En este artículo analizaremos esos primeros encuentros entre occidente y las
comunidades indígenas tomando como ejemplo las tres áreas geográficas tratadas en el
presente catálogo y objeto de la exposición “Mundos Tribales”: la Tierra de Arnhem en
Australia, el Bajo Omo en Etiopía y las Tierras Altas de Papúa. Intentaremos hacerlo
desde un doble punto de vista, el occidental y el de las mencionadas comunidades. Los
estados que controlaban esos territorios imprimieron dinámicas propias a la hora de
explorar y colonizar las nuevas tierras, por ello los primeros contactos ocurrieron de formas distintas. Así, por ejemplo, la violencia de los encuentros en el Bajo Omo y el norte
de Australia, a mediados y finales del siglo XIX, contrasta con la llegada relativamente
“pacífica” de las primeras expediciones a las Tierras Altas de Papúa, en los años 30.
La Tierra de Arnhem (Norte de Australia)
“Una de las distracciones preferidas era cazar aborígenes; se elegía el día
y se invitaba a los colonos vecinos, junto con sus familias, a una comida al aire libre… tras el ágape todo era regocijo y alegría, mientras los
caballeros que formaban la partida tomaban sus armas y perros y,
acompañados por dos o tres sirvientes presidiarios, recorrían los matorrales en busca de negros.
A veces regresaban sin diversión; otras, conseguían matar a una mujer
o, si tenían suerte, a un hombre o dos.”
H.M. Hull. Experience of Forty Years in Tasmania (1895).
(Burenbult, 1994, 85)
Este testimonio, lejos de ser un caso excepcional, refleja el trato al que se vieron sometidos los aborígenes australianos desde la llegada de los británicos a Australia a finales del
siglo XVIII. Aunque este relato procede de la isla de Tasmania, se repitieron actos similares por todo el continente. En el extremo norte de Australia, en Arnhem, su aislamiento, debido a las condiciones geográficas y climatológicas, permitió a las poblaciones aborígenes evitar, hasta bien entrado el siglo XIX, los violentos procesos de exterminio que
se daban en el sur de Australia desde finales del XVIII. La ausencia de buenos puertos
naturales y una vegetación de manglar en la costa, dificultaban el anclaje de barcos. La
presencia de grandes ríos y humedales en las zonas costeras y la escasez de tierras altas
habitables, protegidas de las frecuentes inundaciones, ralentizaron la colonización británica que, desde principios de siglo XIX, llevó a cabo diversos intentos infructuosos. El
clima tropical, marcado por el monzón, y la consiguiente creación de grandes zonas inundadas durante gran parte del año propiciaba el ambiente perfecto para la presencia de
enfermedades tropicales como la malaria. Aunque los británicos consideraron este territorio Terra Nulis o Tierra de Nadie, decenas de grupos indígenas habitaban sus costas y
colinas, establecían intercambios comerciales y culturales entre ellos y desarrollaban unas
sociedades dinámicas y perfectamente adaptadas a su entorno, basadas en la recolección
y en la caza. Cuando se inició la ocupación europea se calcula que, sólo en la Tierra de
Arnhem, existía una población de entre 35.000 y 70.000 aborígenes (Gardner, 1990).
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Barcos portugueses y holandeses visitaron y exploraron esporádicamente la costa
norte de Australia durante el siglo XVII contactando por primera vez con diversos grupos aborígenes (fig.1); pero habría que esperar a principios del siglo XIX para que se produjesen los primeros intentos de asentamiento en la zona, en este caso por iniciativa británica. Diversas expediciones recorrieron el territorio. En 1844, Ludwig Leichhadt cruzó
gran parte de la tierra de Arnhem;
Ausgustus Charles Gregory, en
1855, y posteriormente John
McDovall Stuart, en 1862, exploraron el territorio del norte buscando pastos para futuros ranchos
ganaderos (Smith, 2004). Entre
1870 y 1872, la construcción de la
línea terrestre de telégrafos y el
descubrimiento de oro atrajeron a
numerosos colonos a la zona, nuevos habitantes que irían ocupando
el territorio indígena. Un movimiento en gran medida organizado por las compañías ganaderas
que pasaron a dominar miles de
kilómetros cuadrados. La fundación de la actual capital, Darwin,
se produce en ese momento, el 5
de febrero de 1869.
Pero antes de que los británicos se interesasen por la costa norte de Australia,
otros contactos se venían realizando desde hacía décadas, posiblemente siglos: barcos
originarios de Macassar (en la actual provincia Indonesia de Sulawesi) visitaban la
zona para explotar sus recursos naturales. Desde el siglo XVIII los relatos de viajeros
europeos documentan la presencia de estos barcos dedicados a la pesca del trepang, un
gusano marino muy apreciado en los mercados asiáticos como producto alimenticio
y asociado, por la tradición china, a poderes mágicos. Una flota de hasta 60 barcos
acudía todos los años al norte de Australia - territorio conocido por estos pescadores
como Margae -, recorriendo sus costas de diciembre a marzo y procesando el trepang
en campamentos temporales terrestres. Aparte de la pesca del trepang los macassan
intercambiaban con los aborígenes diversos productos. Harry Makarrwala, del grupo
yolngu, en una entrevista con W. Lloyd Warner en 1926 relataba:
“…nuestro país tiene salida al mar en un solo lugar de la bahía de Arnhem. Fue aquí
donde vimos a los macassan. Traían regalos como arroz, jarabe, calicó, hachas, piraguas, cuchillos y ginebra. Nosotros les dimos nácar, perlas, caparazones de tortuga,
sándalo y otras maderas que ellos emplean en medicina. Les ayudamos a recolectar el
cohombro de mar (trepang)” (Mundine, 2002, 43).
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Fig. 1.- Barco europeo de dos palos
pintado en un abrigo próximo a
Gumbalanya por aborígenes de la
Tierra de Arnhem. Foto Inés
Domingo.
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Fig. 2.- Hombre blanco con sombrero y en actitud de mandar pintado en el abrigo rupestre en la Tierra
de Arnhem. Foto Inés Domingo.
1.- Jerga.
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La presencia de los macassan parece remontarse a los inicios del siglo XVIII aunque existen evidencias históricas de que estos viajes comerciales podrían haber empezado hasta un siglo antes. La explotación comercial del trepang por parte de barcos indonesios perduró durante todo el siglo XIX y finalizó en 1907 cuando el gobierno australiano expulsó al último barco indonesio de sus costas. El continuo contacto a través de
los campamentos de procesamiento de este gusano marino
entre dos culturas no europeas fue, en la mayor parte de los
casos, pacífico y así ha quedado reflejado en la memoria oral
aborigen y en diversos relatos de exploradores europeos. El
escaso interés de los pescadores en ocupar permanentemente las tierras y el acuerdo entre ambos por el intercambio de
bienes preciados posibilitaron unas relaciones comerciales
estables que influyeron en las culturas aborígenes.
El uso de grandes canoas por parte de los aborígenes
parece ser una aportación de los macassan, que introdujeron
también el metal, el vidrio, las telas, las pipas y el tabaco así
como diversos alimentos y el alcohol. Este dinamismo
comercial tuvo su reflejo en la vida aborigen, apareciendo
prácticas culturales como la talla de madera y diversos mitos,
ceremonias y canciones recogidas a través de la memoria oral
y de determinadas pinturas rupestres. El hecho de mantener
una intensa actividad comercial durante siglos provocó el
asombro de los europeos. F. Napier, en 1867, cuenta como
los nativos de la bahía de Castlereag “…regateaban de forma
muy dura, por unas placas de concha de tortuga que querían
vender, no se sentían satisfechos con menos de un hacha”
(Macknight, 1972, 308). Otro aspecto de la importante
influencia macassan en el norte de Australia fue la creación de
una lengua franca basada en el idioma de estos pescadores.
Este hecho llamó la atención a los primeros viajeros
europeos en estas tierras, y así G.W. Earl, en 1842, comentaba “…si preguntas por vocablos, me quedo ridículamente
perplejo. Después de recoger muchas palabras, encuentro que estaba realizando un horrible patois1 del dialecto macasar, de hecho, casi todas las palabras que los nativos utilizan
con nosotros son de los macasar” (Macknigt 1972, 288). Incluso hoy en día muchas palabras aborígenes proceden de esos contactos. Un ejemplo es el nombre de balanda, utilizado por las comunidades aborígenes de Arnhem para designar a los blancos, que viene
de hollander (holandeses), nombre con el que los macassan designaban a todos los blancos. Las relaciones entre las dos culturas también posibilitaron el viaje de algunos aborígenes australianos a la capital de las Celebes (actual Sulawesi). “… a veces se llevaban a
nuestros hombres como miembros de la tripulación. Como a mi hermano, que ya era
muy viejo. Un año fue al país de Macasar. Eran hombres buenos… (Mundine, 2002, 42).
Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando comenzó la llegada masiva de
exploradores, los primeros colonos, misioneros y administradores blancos, transfor-
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mando radicalmente el modelo de vida aborigen. Las posibilidades de trabajo en los
ranchos y el descubrimiento de oro provocaron que, en el último tercio del siglo XIX,
el territorio del norte fuese ocupado de forma intensa y permanente por rancheros,
aventureros, mineros, fugitivos y jornaleros en busca de fortuna en las “nuevas” tierras.
La idea de ocupar una terra nulis, o tierra sin dueños, permitió desplazar a los grupos
aborígenes con facilidad y la violencia hacia la población nativa
formó parte de la vida en el nuevo
territorio. Ernestina Hill, tras
entrevistar a numerosos ganaderos, describe esa situación: “El
negocio de establecer un imperio
ganadero se basaba en matar. A
los nuevos ranchos se traían
negros para trabajar desde territorios alejados y menos problemáticos; estaban aterrados de los
negros de los matorrales” (Rose,
2000, 10) (Fig. 2).
Los yarralin, que habitan la
zona del río Victoria, se preguntaban “…por qué el hombre blanco
no les preguntó por las tierras para
poder haberles dicho que ya estaban ocupadas” y “si los blancos
estaban determinados a hacer la guerra, por qué no dieron rifles a los aborígenes para
que la lucha fuese igualada” (Rose, 2000, 187). Este grupo, todavía hoy, habla de cómo
se sentían al ser tratados como perros por los blancos; se les podía encadenar, se les atacaba, se les podía cazar, disparar y cuando un aborigen se ponía enfermo o envejecía se
le mataba, como harían los blancos con un perro herido o viejo (Bird, 2000).
Los testimonios nativos no dejan lugar a dudas; las primeras décadas de ocupación blanca del territorio se caracterizaron por las matanzas colectivas, el disparo a aborígenes, las palizas y los envenenamientos. Los aborígenes conocen estos años como
“killing times”2. David Daymirringu, del grupo yolngu, relata un ataque a la tribu
walaki : “…los ganaderos, tanto negros como blancos, rodearon la selva y, a medida
que se acercaban comenzaron a descargar sus armas contra los aborígenes que estaban
en los árboles (escondidos). Asesinaron a todos, salvo a un sólo hombre que había trepado muy alto, tan alto como pudo: él fue testigo de toda esa masacre” (Mundine,
2002, 44). Este exterminio también aparece reflejado en la memoria oral cuando
George Jaudaku recuerda: “Antes de que yo naciera había mucha gente en este país. La
gente (blancos) disparaba a la gente (aborígenes). En esta parcela, los blancos solían
perseguir y dispararles” (Smith, 2004, 15). En diversas zonas los aborígenes consiguieron articular una resistencia violenta a esa invasión creando zonas denominadas por los
blancos “bad nigger country”3.
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Fig. 3.- Baldwin Spencer junto a
un grupo de ancianos arrernte en
el centro de Australia en 1896.
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
2.- Tiempos de matanzas.
3.- Tierra de negros peligrosos
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Fig. 4.- Hombres gaagudju en ritual
funerario o moolil , los cestos y otras
posesiones de la difunta aparecen
colgados de los arbóles. Fotografía
de Baldwin Spencer (1912).
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
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Las escasas muertes de blancos a manos de aborígenes tuvieron represalias inmediatas en forma de ataques a comunidades enteras. Lindsay Crawford, administrador de
un rancho en 1895 explicaba: “…durante los últimos 10 años, de hecho desde que el
primer blanco se instaló aquí, no hemos mantenido ninguna comunicación con los
nativos, excepto con el rifle. Nunca se les permitió estar cerca de este rancho o de las
estaciones ganaderas, son demasiado traidores y belicosos” (Rose,
2000, 13).
La consecuencia de esta
etapa de violencia fue el exterminio, en algunas zonas, de grupos
enteros de indígenas, como los
karangpurru o los bilinara. Junto
a las masacres perpetradas por los
blancos, el contagio de enfermedades y los enfrentamientos entre
grupos aborígenes acabaron por
eliminar, en grandes áreas, al 90
% de la población nativa.
A principios del siglo XX,
los misioneros, en su intento de
cristianizar, “pacificar” y sedentarizar, crearon misiones por toda la
región transmitiendo a los aborígenes mensajes como: “Rezad a
Dios. No estéis en el lado que ha perdido. Venir al lado ganador” (Rose, 2000, 190)
ocasionando así profundos cambios en las formas de vida tradicionales.
Es en este escenario de violencia, ocupación y control del territorio cuando
Walter Baldwin Spencer y Frank Gillen realizaron el que se convertiría en el primer
estudio etnográfico de campo del Territorio del Norte, en 1901. Baldwin Spencer se
había graduado como biólogo en Oxford y tras un período de formación en Inglaterra
viajó a Australia para participar en la Expedición Científica Horn, la primera expedición realizada para estudiar la historia natural del centro del país, como zoólogo y
fotógrafo. Allí conoció al que sería su compañero de viajes, Frank Gillen, jefe de la
estación de telégrafos de Alice Spring y etnólogo aficionado. Ya antes habían realizado
un trabajo de campo etnográfico, con los arrernte, en el centro de Australia (fig. 3).
Publicaron sus investigaciones en el volumen “The Native Tribes of Central Australia”
(1899), obra clásica de la etnografía australiana. La documentación obtenida en este
estudio sigue siendo una referencia clave por su calidad e interés etnográfico (Batty et
alii, 2005). Spencer y Gillen trataron de mostrar, a través de la fotografía, no sólo a
personas y objetos, sino también ceremonias y escenas de gran dinamismo. En el viaje
al territorio del norte recorrieron de sur a norte la zona, realizando las primeras películas y grabaciones etnográficas y documentando la cultura material y los ciclos ceremoniales de numerosas comunidades (fig. 4).
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En su segundo viaje al norte de Australia en 1911, y formando parte del gobierno
de la Commonwealth como asesor en la gestión de los asuntos indígenas, Baldwin Spencer
tuvo la oportunidad de visitar numerosas comunidades aborígenes en las diferentes cuencas de los ríos, la costa y diversas islas. Su profundo conocimiento de las culturas estudiadas, su reconocida admiración por los grupos aborígenes y la participación de colaboradores locales que poseían conocimientos de las lenguas nativas le permitieron establecer unas
fluidas relaciones con numerosos ancianos que le introdujeron en un mundo religioso y
ceremonial hasta entonces inaccesible para los occidentales. Su trabajo en esta zona fue
publicado en 1904 con el título de “The Northern Tribes of Central Australia” con el objetivo de documentar unas culturas que, en su opinión, estaban destinadas a desaparecer.
Esta idea, junto a la certeza de que estas poblaciones representaban una versión deshumanizada de un estadio temprano en el desarrollo social humano fueron, en gran parte, fruto
del darwinismo social característico del período colonial (Mulvaney, 1990, 33-36).
El Bajo Omo (Etiopía)
“Incluso los guerreros retrocedían ante nosotros con gran aversión,
aparentemente no por miedo o timidez, sino por antipatía. Algo de
tabaco de primera calidad, que ofrecí a un hombre, fue rechazado
con indignación, a pesar de que todos los reshiat son aficionados a
mascar tabaco y tomarlo aspirado. El sentimiento de repulsión, no
obstante, pronto pasó y por la tarde unos doscientos hombres y
mujeres llenaron los alrededores y el interior del campamento, tocando y observando todas las cosas nuevas para ellos”.
(Höhnel, 1894, 157)
El valle del río Omo, en el sudoeste etíope, está situado en una zona de transición entre
las sabanas del Sudán, al oeste, las áridas estepas de Kenia, al sur, y las montañas etíopes, al norte. A lo largo de la historia diversos movimientos migratorios han supuesto
la llegada de la ganadería, la domesticación de diversas especies vegetales o la metalurgia a esta zona. Hoy en día, el valle del Omo es una babel de etnias y lenguas, uno de
los espacios culturales más ricos de África.
A finales del siglo XIX y en plena carrera colonial, la zona del río Omo fue escenario de diversas expediciones dirigidas por europeos y americanos. La pugna entre las
distintas potencias por afianzarse en el continente africano y el desconocimiento del
curso y desembocadura del Río Omo fueron los motivos que incentivaron estas exploraciones. Aunque no fueron los únicos, también en este período, el Emperador Menelik
II intentó someter, a través de diversas campañas militares, la región a la monarquía
Abisinia.
Podemos reconstruir ese primer contacto entre los occidentales y los habitantes del
valle. Si bien los encuentros están documentados a partir de finales del siglo XIX, anteriormente, comerciantes de marfil de origen africano recorrieron la zona durante décadas,
intercambiando diversos productos como cuentas, cobre, etc., con los pueblos indígenas.
El conde húngaro Samuel Teleki y el oficial naval y cartógrafo austriaco
Ludwig von Höhnel fueron los primeros occidentales que llegaron a la zona en 1887,
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en una expedición promovida desde el Imperio Austrohúngaro. La expedición, que,
llegando desde el sur (actual Kenia), “descubrió” para occidente los actuales lagos
Turkana (bautizado lago Rodolfo en honor al príncipe heredero del Imperio
Austrohúngaro) y Chef Bahir (Lago Estefanía), tenía un interés eminentemente geográfico y cinegético y consideró a los pueblos que habitaban la zona como una parte
más del paisaje africano. Sólo
cuando establecieron relaciones
con un grupo no contactado hasta
el momento por occidentales, los
reshiat (actualmente conocidos
como dassanech, en el bajo río
Omo), se evidenció la importancia del suceso para los europeos.
Los hechos ocurrieron el miércoles 4 de abril de 1888:
Fig. 5.- Grabado titulado “escena de
campo entre los reshiat” que muestra
a Hönel y Teleki junto a varios dassanech. Publicado originalmente
en “Ostäquatorial Afrika zwischen
Pangani und dem neuentdeckten
Rudolf-see” (1890).
“Este fue quizás el día más interesante
de todo nuestro viaje, ya que ahora
estábamos por primera vez cara a cara
con gente totalmente desconocida. Y
la forma en la que estos nativos, que
habían vivido tranquilamente lejos del
resto del mundo hasta ahora, nos recibieron en este primer día de llegada
fue tan simple y tan diferente a las
experiencias relatadas por los viajeros africanos que no podíamos sobreponernos a nuestro asombro” (Höhnel, 1894, 155) (fig. 5).
Inmediatamente se iniciaron intercambios comerciales. La expedición necesitaba de abundantes alimentos pero, para su sorpresa, los reshiat no se mostraron entusiasmados “El hierro no tenía valor, no se interesaban por nuestras cosas, y pensaron
que nuestras pequeñas cuentas eran semillas. La única cosa que les llamaba la atención eran las grandes cuentas azules “ukuta”, las cuales, a pesar de que no las habían
visto antes, las llamaron inmediatamente Tcharra o Tchalla.” (Höhnel, 1894, 157).
Estas dificultades para comerciar con los reshiat, con artículos totalmente desconocidos para ellos, se describen en diversos momentos del relato, siendo causa de sorpresa y malestar en Teleki y Hönel “A pesar de la variedad y calidad de las mercancías que habíamos traído para comerciar no fuimos capaces de comprar nada aquí
excepto dhurra (harina de sorgo), pescado, leche, y algunas bagatelas, no porque a los
reshiat les importara comerciar con su ganado sino porque a ellos no les interesaba
nada de lo que les ofrecíamos a cambio.” (Höhnel, 1894, 167). La actitud poco
receptiva de los reshiat queda bien reflejada en la respuesta de uno de los ancianos,
recogida por Höhnel: “No queremos vuestro hierro.....vuestras cosas no valen nada y
vuestras cuentas son demasiado pequeñas ” (Höhnel, 1894, 174). Las descripciones
que realizan los expedicionarios nos permiten conocer diferentes aspectos de la vida
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cotidiana de los dassanech a finales de siglo XIX. “Poseían miles de cabezas de ganado vacuno, cabras, ovejas y cientos de burros… Cultivaban un poco de tabaco de baja
calidad, ya que podían comprar uno barato y de mejor calidad a sus vecinos más cercanos. Ambos sexos son aficionados a mascarlo. El café es comprado a los aro (actualmente conocidos como ari) a través de intermediarios kerre (o karo). El total de la
población reshiat es de unas 2.000 a 3.000 personas…” (Höhnel,
1894, 167). Gracias a este relato disponemos también de las primeras referencias a los diversos grupos étnicos que poblaban la zona:
los marle (hoy asimilados en el grupo nyantiangyon), los amárr
(conocidos hoy como hamer), los bachada (bashada), los yurkana,
los buma (bume), los budu, los kerre (karo), los murdu/murzu
(mursi), y los borana, entre otros (Höhnel, 1894, 168-169) (fig. 6).
Si bien todo el relato esta impregnado de una actitud colonial basada en la superioridad del hombre blanco, Ludwig von Höhnel resalta algunos aspectos “positivos” de los danassech. La capacidad oratoria del interlocutor principal de los danassech así como la conducta general de los mismos impresionan a Hönel “Estaba dotado
no solo de un sorprendente autocontrol, sino de una cabeza extremadamente clara y con habilidades diplomáticas” (Höhnel, 1894,
173). “No intentaron mendigar o robar, no eran ni impertinentes
ni tímidos, y tuvieron este comportamiento satisfactorio del primero al ultimo” (Höhnel, 1894, 163). Las fuertes tensiones con los
danassech que les impedían cruzar su territorio, tensiones que llegaron casi a un enfrentamiento armado, obligaron a la expedición a
regresar hacia el sur. Las últimas palabras de un anciano, interlocutor con la expedición fueron, por si tenían intención de volver: “No
olvidéis las cuentas tcharra” (Höhnel, 1894, 208).
Siete años después de la expedición austrohúngara, el médico
norteamericano A. Donaldson Smith organizó, con fondos privados propios, diversos
viajes cinegéticos y de exploración por la zona, aunque sin claros objetivos científicos.
Fue el primer occidental en llegar al lago Turkana desde la vecina Somalia, en 1895 y
en su camino estableció contacto, por primera vez, con diversos grupos étnicos del sudoeste etíope. El relato de Donaldson Through unknown African countries refleja la actitud, general en la época, de superioridad tanto con los habitantes de la zona “…los salvajes no tienen un gran dominio del lenguaje, expresando sus emociones con pantomimas, acompañando cada gesto con exclamaciones ruidosas.” (Grinke, 2007, 130),
como con los hombres de su propia expedición “…los otros cuatro gurkas (etnia del
norte de la India) tenían rajput u otra sangre en sus venas, y es con remordimiento que
los mirase como a seres humanos” (Donaldson, 1900, 602 ). Su contacto con los habitantes del Omo aparece marcado por este continuo intento de demostrar la superioridad del hombre blanco mediante el uso de armas de fuego, cohetes y demás adelantos
tecnológicos (fig. 7). Gracias a la memoria oral arbore tenemos un relato de ese primer
contacto. Horra Surra, anciano de esta etnia, relata:
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Fig. 6.- Grabado de una mujer
buma (actualmente conocidos
como bume) en el que se aprecia el
plato labial. “Ostäquatorial Afrika
zwischen Pangani und dem
neuentdeckten Rudolf-see” (1890).
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“…ellos (arbore) se aproximaron y vieron al hombre blanco y a sus acompañantes. Se
quedaron parados en el lugar, pero el hombre blanco les indicó que se acercasen. Ellos
lo hicieron... El hombre blanco les pidió que le enseñasen como utilizaban el arco y las
flechas para matar animales salvajes…. La flecha fue un poco corta para alcanzar al animal salvaje. Repitieron la acción y, otra vez, la flecha no alcanzó al animal salvaje.
Entonces, el hombre blanco sacó su rifle, apuntó a las cabras salvajes,
disparó y las mató. De nuevo apuntó a otra cabra y la mató también.
¡Veis esto! Se jactó el hombre blanco. Los arbore asintieron, “Sí.
Estaban impresionados por las acciones del hombre blanco” (Grinke,
2007, 134).
Donaldson describió un ataque por parte de los arbore a
raíz de las tensiones surgidas entre la expedición y este grupo
étnico. La escaramuza provocó numerosas bajas entre los arbore,
que desconocían el poder de las armas de fuego. Este ataque perdura en la memoria oral arbore siendo una de las historias más
repetidas entre los hor, uno de los clanes de esta etnia:
“…el hombre blanco era blanco como el ganado y tenía un palo de
fuego rojo. Los de Marle (poblado hor) oyeron que desde Gandarab y
Kulam (también poblados hor) habían enviado ancianos y pensaron
que habían comenzado a saquear el campamento. Para no ser superados, desde Marle se enviaron guerreros para saquear. Cuando los guerreros marle llegaron, se estaban disparando tiros. Como ellos no conocían las armas de fuego, pensaron que se estaban golpeando tambores.
Entonces descubrieron que algunos tenían disparos en las piernas, otros
disparos en el estómago, y vieron como arrastraban los intestinos”
(Miyawaki, 2007,189).
Fig. 7.- Jóvenes mursi junto a la
ribera del Omo, fotografía tomada
durante la segunda expedición de
Donaldson, en 1899 y publicada en
The Geographical Journal en 1900.
Donaldson, posteriormente, saqueó el poblado más cercano para conseguir alimentos.
Casi al mismo tiempo, en 1896, el oficial del ejercito italiano Vittorio Bottego
dirigió la expedición que situó geográficamente el curso del río Omo y su desembocadura en el lago Turkana, dándose a conocer como el “descubridor del Omo”. Esta expedición compuesta por cientos de hombres y 160 mulas de carga (Giansanti, 2004, 42),
recorrió la región tomando datos geográficos, biológicos y etnográficos. Muchos de los
pueblos, afectados por razzias abisinias, les recibieron violentamente como recoge
Bottego en su relato del viaje “¿Qué habéis venido a hacer a este país?” Bottego respondió que eran frengi (extranjeros) y le replicaron “Nosotros no conocemos a los frengi. No
queremos ver a ninguno, ni dejarles libre el paso. Venid, si tenéis coraje, a hacernos la
guerra. Venid aquí, que conoceréis nuestras lanzas” (Vannutelli y Citerni, 1899, 294).
A esta expedición también le debemos descripciones de diversos pueblos del
valle del Omo como los mursi:
“Las mujeres son sucias y feas, van completamente desnudas, excepto por los costados,
que cubren con un estrecho pedazo de piel. Se encuentra alguna con grandes agujeros
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en la oreja o en el labio inferior, donde ponen discos de madera de un diámetro de
aproximadamente cinco o seis centímetros. Estas tribus salvajes tienen hábitos detestables y costumbres bestiales; sin embargo no son de índole feroz, ni son tan belicosas
como los montaraces pero en compensación los hábitos de emboscadas en los bosques
y la instintiva malicia los convierten en ladrones audacísimos. Si la caza y la pesca son
para ellos verdaderos oficios, la agricultura y el pastoreo no están del todo descuidadas:
donde encuentran pequeñas y espesas zonas a orilla del río cultivan a duras penas.
Comen hasta cebarse, raíces y tubérculos que recogen en los bosques, donde algunas
veces encuentran colmenas pegadas a los árboles. En cuanto al ganado, apenas poseen
unas pocas cabras y bueyes” (Vannutelli y Citerni, 1899, 323).
Bottego moriría violentamente durante esta expedición pero sus acompañantes,
Vannutelli y Citerni, consiguieron volver a Italia, tras meses de cautiverio. Una vez en
su tierra natal, publicaron la memoria de la expedición en la se ponía fin al misterio del
curso del rio Omo, aportando una información geográfica, etnográfica, zoológica y
botánica sobre la zona de gran valor documental.
Con objetivos radicalmente distintos al de las expediciones occidentales, el ejército abisinio realizó una serie de campañas militares en el sudoeste etíope para ocupar
y controlar el territorio al norte del lago Turkana. Para una de estas primeras campañas
de anexión, la de 1898, contamos con el relato de Alexander Bulatovich, un militar
ruso que formó parte del ejército dirigido por Ras Welde Giyorgis para el emperador
Menelik II, con órdenes de afianzarse en el Lago Rodolfo (Lago Turkana) (Collins,
1961). Bulatovich describió a diversos pueblos del Omo, “Los hombres y las mujeres
se adornaban con brazaletes de hierro, pendientes de cobre, de los cuales podía haber
hasta siete en cada oreja. Las mujeres, además, llevaban un collar compuesto por varias
tiras, hecho de huesos de pájaros y cocodrilos finamente moldeados, o de cuentas de
arcilla, entre las que resaltan cuentas europeas azules y blancas” (Bulatovich, 2000,
342). En su relato también refleja las opiniones de las tropas que le acompañan, de origen amárico (habitantes del altiplano etíope) sobre los habitantes del Omo: “Son animales salvajes, comen carne de elefantes y de lagartos. Prácticamente no siembran
grano” (Bulatovich, 2000, 311). Y también, la opinión que de los occidentales tenían
los habitantes del Omo: “…los guchumba (europeos-extranjeros para Bulatovich) llegaron desde el sudeste. Montaron un campamento al lado de un poblado jufa, y estuvieron muchos días pidiendo, bajo amenaza de sus armas de fuego, que se les diese pan
de forma gratuita. Se fueron hacia el noroeste.” Bulatovich continua explicando
“Como descubrimos más tarde, todas las tribus desde aquí al lago Rodolfo llaman a los
europeos “guchumba” que literalmente significa vagabundos” (Bulatovich, 2000, 310).
Esta invasión y las continuas razzias abisinias posteriores dejaron una profunda
huella en los pueblos del valle del Omo. Berimba, un anciano hamer, explicaba en un
relato recopilado por Ivo Strecker esos tiempos de crisis:
“Niños, mirad esta tierra. Yo ya soy anciano. Cuando aún éramos jóvenes, los enemigos vinieron y el Emperador Menelik nos conquistó. Así es como nos convertimos en
pobres. Nuestros antepasados se perdieron entonces. Es por eso que no conozco las
familias de los hijos de nuestros ancestros… realmente tampoco conozco quienes son
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con los que deberíamos casarnos. Preguntamos las cosas a los ancianos, a los pocos
ancianos que aun conocen las antiguas conexiones. Algunos no sabían la verdad, y no
les escuchábamos. Solo escuchábamos a lo que coincidía con lo que habíamos oído de
nuestros padres” (Strecker, 2006, 153).
La resistencia de diversos grupos étnicos frente a esta invasión militar acabó en
fracaso por la superioridad de las armas de fuego abisinias. Cientos, si no miles, de habitantes de la zona fueron asesinados o esclavizados, multitud de poblados destruidos y
miles de cabezas de ganado requisadas. Muchas comunidades indígenas desaparecieron
o se vieron obligadas a emigrar. A principio del siglo XX se creó la primera administración estatal de la zona.
Tierras Altas de Papúa (Indonesia)
Al principio estaba el Agujero
Del Agujero salieron los hombres dani
Se asentaron en las tierras fértiles alrededor del Agujero
Entonces vinieron los cerdos. Los dani cogieron a los cerdos
y los domesticaron.
Después vinieron las mujeres, y los dani cogieron a las mujeres
Entonces del Agujero salieron otros hombres –portugueses,
españoles, holandeses, japoneses, americanos.
No había espacio para ellos alrededor del Agujero,
Así que se esparcieron por todo el globo
En búsqueda de tierras tan buenas como la de los dani
Pero nunca las encontraron.
Ahora regresan de nuevo
(Míeselas, 2003, 3)
La isla de Nueva Guinea se encuentra dividida en dos administraciones independientes: la parte occidental - Papúa - bajo el dominio colonial de Holanda hasta 1963, y
hoy bajo control indonesio, y una parte oriental - Papúa-Nueva Guinea - ocupada
hasta la Primera Guerra Mundial por Alemania y, posteriormente, por Inglaterra y
Australia, hasta lograr su independencia en 1975. Esta división artificial de la isla, tan
habitual en el periodo colonial, conllevó multitud de expediciones y otros contactos
entre las autoridades coloniales, viajeros, comerciantes, etc, y las numerosas comunidades que la habitan. Los habitantes de la costa tuvieron contactos muy tempranos con
los occidentales, ya en el siglo XVI, sin embargo, las tierras del interior se mantuvieron rodeadas de un halo de misterio hasta principios del siglo XX.
Los cerca de 100.000 dani que habitan las Tierras Altas de Papúa son uno de
esos pueblos del macizo central “desconocidos” para occidente hasta bien entrado el
siglo XX. La mayor parte de los grupos culturales de las Tierras Altas centran su economía en la agricultura intensiva y la cría de cerdos, como se refleja en la leyenda citada
anteriormente. El cultivo de la batata, alimento básico de la dieta, junto a multitud de
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tubérculos, vegetales y hortalizas, condicionan el paisaje del país dani cuyo territorio,
atravesado por el caudaloso rio Baliem y sus afluentes, se encuentra organizado en
pequeños poblados y numerosos campos de cultivos.
Las costas de Nueva Guinea fueron descritas por primera vez en los relatos de capitanes y cronistas portugueses y españoles del siglo XVI, aunque desde hacía siglos estas
costas eran visitadas frecuentemente
por comerciantes chinos, malayos y
navegantes del reino de Java. La búsqueda del trepang, de conchas de tortugas, aves del paraíso y maderas preciosas motivaron el interés comercial
de estos viajes y las frecuentes relaciones comerciales. (Pétrequin,
2006, 165) Posteriormente, y a partir del siglo XVI, parte de sus costas
estuvieron en la órbita del Sultanato
de Tidore, aliado de los españoles en
el control de las islas de las especias.
Las actividades comerciales de dicho
sultanato provocaron la creación de
unas redes comerciales estables entre
las costas de Papúa occidental y las
islas Molucas.
Numerosos viajeros europeos, atraídos por el exotismo del paisaje y sus habitantes, visitaron las costas de la isla durante los siglos XVII y XVIII aunque no será hasta el siglo XIX cuando se adentren en la isla las primeras expediciones
(Millar, 1996). Tanto las autoridades coloniales holandesas como las australianas realizaron, en las tres primeras décadas de siglo XX, un enorme esfuerzo y despliegue de
medios para explorar y controlar las tierras y los habitantes del interior de la isla. La
autoridad colonial holandesa, por ejemplo, envió más de cien expediciones con la
intención de obtener todo tipo de información sobre el interior de la colonia. A pesar
de ello, algunos territorios como el valle del Baliem, centro del territorio dani, nunca
fueron explorados (Muller, 2001).
La imagen de “mundo perdido” que aun hoy perdura sobre el interior de Papúa
se remonta a esos tiempos. Sin embargo los diversos grupos indígenas que pueblan las
Tierras Altas de Papúa han mantenido durante siglos relaciones estables y dinámicas entre
ellos, creándose fluidos circuitos de intercambio que han permitido la circulación de objetos, productos y conocimientos desde la costa hacia el interior y viceversa. La presencia de
conchas marinas y cauris en poblados de las tierras altas a cientos de kilómetros de la costa
y en valles inaccesibles, a más de 2.000 m sobre el nivel del mar, o la llegada y rápida difusión de la batata, de origen americano, en el siglo XVII son muestras de ese dinamismo
comercial muy alejado de la visión occidental de mundo aislado. El zoólogo australiano
Tim Flannery describía, en 1990, un ejemplo de este comercio hoy en decadencia: “…nos
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Fig. 8.- Grupo de hombres dani
realizando una empalizada en uno
de los campamentos de R.
Archbold en las Tierras Altas.
American Museum of Natural
History. 1938.
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Fig. 9.- Danza ceremonial dani.
Los hombres, armados con arcos y
flechas, bailan y cantan en círculos. Expedición de Archbold.
American Museum of Natural
History. 1938.
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encontramos con un grupo de viajeros lani. Dos hombres adultos y dos jóvenes venían de
Ilaga, con sal y plumas de aves e iban a venderlo todo en el mercado de Wamena.… la sal
debían haberla obtenido en algún depósito de agua salobre… las plumas, la mayoría pertenecientes a loros y aves del paraíso, estaban envueltas en haces de hojas secas, colocados
luego en tubos de bambú” (Flannery, 1998, 245) (fig.8).
No es hasta el año 1938,
con la expedición del zoólogo y
multimillonario
Richard
Archbold que Occidente tiene,
por primera vez, conocimiento
sobre los dani. Como él mismo
cuenta en su relato, publicado
en el año 1941 en la revista
National Geographic: “Mi tercera expedición a Nueva Guinea
se organizó para realizar una
exhaustiva investigación de la
prácticamente desconocida cara
norte de las Montañas Nevadas
en la segunda isla más grande
del mundo” (Archbold, 1941,
315). El patrocinio de la expedición corrió a cargo del
American Museum of Natural
History de New York y el viaje
tenía como principal objetivo documentar y conseguir especies zoológicas y botánicas.
La expedición contaba con casi 200 personas entre porteadores dayaks de
Borneo y convictos indonesios independentistas, soldados coloniales, varios oficiales
holandeses y un equipo norteamericano formado por un ornitólogo, un botánico, un
zoólogo, dos pilotos y varios técnicos necesarios para hacer funcionar la principal novedad de la expedición: un hidroavión con gran capacidad de carga que permitió el amerizaje en el lago Habbema, en pleno macizo central de Papua. El 23 de junio de 1938
avistaron por primera vez el valle del Baliem y los campos de cultivo dani: “Desde el
aire los huertos, zanjas y vallados de los nativos aparecían como un paisaje rural del centro de Europa. Nunca en toda mi experiencia en Nueva Guinea había visto algo comparable” (Archbold, 1941, 316). Los primeros contactos con las poblaciones de las tierras altas estuvieron marcados por la curiosidad mutua “…aparte del protector de
pene, brazaletes, pulseras y una basta red de malla en la cabeza de uno de ellos, nuestros visitantes estaban desnudos” (Archbold, 1941, 321) (fig. 9). La expedición, interesada en conseguir especímenes zoológicos y botánicos, inició intercambios comerciales
con los dani
“…trajeron bananas, batatas y a menudo traían cerdos para comerciar. Los utensilios
de acero no les interesaban tanto como las conchas o los espejos como medio de inter-
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cambio. Aparentemente consideraban sus utensilios de basta piedra como muy superiores… no les costó mucho, sin embargo, conocer nuestro mayor interés. No tardaron en traernos mamíferos, pájaros e insectos a cambio de conchas.” (Archbold, 1941,
332) (fig.10).
Mientras tanto las columnas dirigidas por los militares holandeses recorrieron
todo el valle de Baliem, verdadero centro político y espiritual del territorio dani. Al
atravesar diferentes territorios de grupos rivales se produjeron momentos de tensión
“Sin poder evitar parar nuestra marcha, hicieron una barrera humana de cinco filas a
través del camino, de pie, hombro con hombro. La situación era tensa, pero Teerink la
solventó con algunas palabras directas y miradas amenazadoras dirigidas a aquellos que
parecían estar al mando” (Archbold, 1941, 324). Esta versión oficial no recoge el disparo y muerte de un hombre dani a manos de un soldado bajo el mando del Capitán
Teerink. Este episodio aparece reflejado en los diarios privados de los oficiales al mando
pero no en el relato de Archbold que aceptó no comunicar esta muerte a cambio de
obtener permiso para seguir trabajando en Papúa (Míeselas, 2003, 12-13).
Para los grupos culturales que vivían en las Tierras Altas la llegada de los hombres blancos tuvo una interpretación cosmológica. Unos seres, blancos, llegaban caminando desde lugares desconocidos. La confusión inicial daba paso, en la mayor parte de
los casos, al miedo y la curiosidad. Muchos grupos tribales pensaron que se trataba de
héroes mitológicos o ancestros desaparecidos que volvían a las tierras de sus orígenes
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 3).
También en los años treinta, y a unos 350 km al este del territorio dani, otra
expedición occidental contactaba con diversas culturas de las Tierras Altas, esta vez en
la parte controlada por Australia. Tenemos, gracias a la memoria oral de Huwlael
Hunmol, de Laerop Minina y otros miembros del grupo wola, la descripción de su
reacción tras la llegada de esta expedición, dirigida por Hides y O’Malley “¡Oh!, hay
algo viniendo, algo muy extraño acercándose desde allá. Dicen que son espíritus ancestrales llegados para comernos. Algunos de nosotros huímos temerosos hacia el bosque,
mientras que otros dijeron que irían a echarles un vistazo” (Schieffelin y Crittenden,
1991, 147). “Hay cosas viniendo, haciendo casas y desmontándolas (tiendas de campaña) mientras se acercan. Están viniendo por la senda ahora. Tienen la piel blanca. Con
sus cuerpos cubiertos, y ¡¡¡¡hay hombres negros con ellos también (porteadores)!!!!”
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 149).
A estos primeros encuentros, de finales de los años 30, sucedió un período
marcado por la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, que impidió la llegada de
occidentales a las tierras altas. Los pilotos estadounidenses destinados a la base de
Jayapura, capital de la región al norte de la isla, realizaban vuelos de placer sobre el
valle de Bailem, “…a veces en picados bajos para asustar a los dani y verlos correr y
esconderse” (Míeselas, 2003, 16). Acabada la guerra empezaron a llegar misioneros y
administradores holandeses. Los misioneros, en su intento evangelizador, construyeron pistas de aterrizaje en diversos lugares que les permitía contactar incluso con las
comunidades más apartadas y así, en 1954, se instalan los misioneros protestantes de
la Alianza Cristiana Misionera (CAMA) y, en 1955, la Misión Cristiana Australia-
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Fig. 10.- Aves del paraíso y “lingotes” de sal en el mercado dani de
Wamena. Año 2007.
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Pacífica (APCM) y la Sociedad Misionera Baptista Australiana. En un segundo
momento, y a partir de 1959, comienzan a llegar los misioneros católicos con lo que
el valle y las zonas adyacentes se dividen en áreas de influencia de las diversas iglesias
occidentales. Por su parte, las autoridades holandesas centraron sus esfuerzos en pacificar las comunidades dani y acabar con los conflictos tribales que mantenían la región
en un permanente estado de guerra.
Las transformaciones iniciadas por los misioneros intentaban cambiar la cosmovisión dani,
y así, en un intento claro de eliminar sus creencias introdujeron el
concepto de alcanzar la vida eterna como recompensa por la
quema de las posesiones “tradicionales”. Con ello provocaron la
destrucción masiva de los denominados “fetiches” o kukuwak en
prácticamente todo el territorio
dani. En 1960 cerca de la misión
de Patv-paka:
“…se realizaron quemas masivas de grandes cantidades de cultura material, tanto objetos de uso cotidiano como aquellos con significado mágico-religioso. Entre los objetos
quemados había: arcos, flechas, lanzas, gorros de piel y plumas, corazas de tejido trenzadas, diademas de plumas de casuarios (sacudidos durante los bailes), hachas y azuelas de piedra, je – que son piedras pulidas usadas como pagos en bodas y funerales – y
cristales de cuarzo cuyo uso esta documentado en la magia negra” (O’Brien, 1962, 59).
Las actitudes entre las distintas comunidades dani con respecto a los primeros
misioneros variaban entre darles la bienvenida o intentar matarlos, como sucedió en
diversas ocasiones. Los términos con los que los dani denominaban a los sacerdotes son
elocuentes, mbabi que significa “enemigos” y kugi palabra usada para denominar a “los
espíritus” (Bensley, 1994, 21-23).
La primera gran expedición con objetivos etnográficos, organizada por el
Peabody Museum of Archaeology and Ethnnology adscrito a la Harvard University,
llegó en el año 1961. Robert Gardner y Kart G. Heider, en la publicación Gardens of
War, mencionaban que “…en la década de sus infrecuentes relaciones con el mundo
exterior, los dani habían adquirido una reputación de comportamiento hostil e incluso
traicionero, particularmente en sus contactos con los misioneros y oficiales del gobierno” (Gardner y Heider, 1974, 3). En ese momento, 20 años después del primer contacto “no había una sola comunidad dani, no importa lo remota o independiente que
fuese, que no hubiera oído hablar sobre los hombres blancos que habían venido a vivir
en su valle” (Gardner y Heider, 1974, 5). Gardens of War se presentó como “el primer
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documento fotográfico de una tribu de granjeros-guerreros de la Edad de Piedra, de
neolíticos que viven en las Tierras Altas centrales de Nueva Guinea” (Gardner y Heider,
1974). Los dani conocían a los occidentales con el nombre de waro, que en su lengua
significa “reptiles”.
El impacto de los primeros contactos, descritos en el artículo, y la consiguiente
llegada de nuevos modelos políticos, económicos y culturales, transformó radicalmente las comunidades indígenas. Desde Occidente, presentando a los diferentes grupos
étnicos del norte de Australia, Papúa y el rio Omo como “salvajes” o “prehistóricos”, se
justificaron sus conquistas y el control de sus territorios. Hoy en día esa lucha de intereses continúa produciéndose en estos lugares.
En las tres áreas tratadas los habitantes nativos son objeto de un profundo racismo por la mayor parte de la sociedad. Tanto en la actual Etiopía, como en Indonesia,
estos grupos indígenas son vistos como “curiosidades” susceptibles de ser transformadas
por el bien del país. El mensaje es claro, un país moderno no puede permitir que parte
de su población viva en la “prehistoria”. Incluso en un país como Australia, ejemplo de
“desarrollo”, los aborígenes no vieron reconocido su derecho a la posesión tradicional
de la tierra hasta 1972 y no pudieron ejercer el derecho a voto hasta 1967.
Las transformaciones vividas por las comunidades indígenas han sido, y continúan siendo, múltiples, y la adaptación a esos cambios muy diversa, tanto en los aspectos individuales como en los comunitarios. Esa “modernización” a menudo ha chocado con los intereses de dichas comunidades, que han articulado, ya desde el primer
momento, distintos modelos de resistencia.
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TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO
Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA.
LOS PRIMEROS CONTACTOS
JUAN SALAZAR
A lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX las políticas colonialistas de las principales potencias europeas, Estados Unidos y Japón transformaron el
mundo en un gran mercado comercial. Un desarrollo económico sin precedentes, una
abrumadora superioridad militar y tecnológica, así como grandes mejoras en los medios
de transporte permitieron a diversos países occidentales acceder a nuevos mercados,
productos y mano de obra, provocando profundos cambios a escala mundial. Como
consecuencia de ello, en este siglo y medio, más de 50 millones de indígenas, con economías basadas en la agricultura, la ganadería y la caza-recolección, fueron exterminados (Lee y Heywood, 1999).
La llegada de exploradores, militares, colonos, misioneros y antropólogos a los
nuevos territorios creó una serie de situaciones de contacto que se plasmaron en multitud de relatos. Hoy esa documentación nos permite reconstruir esos encuentros desde
un doble punto de vista ya que, con frecuencia, reflejaban no sólo sus opiniones y valoraciones sino las de los habitantes que encontraban. Mucho más difícil resulta obtener
documentación y evidencias de lo que esa llegada significó para las poblaciones nativas.
Aún así, el recuerdo de esos primeros encuentros ha permanecido vivo, a través de la
historia oral, en la memoria colectiva de estos pueblos. Más recientemente, el trabajo
de diversos investigadores en colaboración con miembros de comunidades indígenas ha
permitido plasmar la otra versión de los acontecimientos.
A menudo se ha presentado el primer contacto con la cultura occidental como
el inicio de la Historia de los grupos indígenas. Deberíamos tener presente que los procesos de cambio histórico ya existían antes de ese primer encuentro e intentar alejar esa
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visión de pueblos sin “profundidad histórica”, de culturas aisladas o “ancladas en la prehistoria” que aún hoy se utiliza como reclamo comercial.
En este artículo analizaremos esos primeros encuentros entre occidente y las
comunidades indígenas tomando como ejemplo las tres áreas geográficas tratadas en el
presente catálogo y objeto de la exposición “Mundos Tribales”: la Tierra de Arnhem en
Australia, el Bajo Omo en Etiopía y las Tierras Altas de Papúa. Intentaremos hacerlo
desde un doble punto de vista, el occidental y el de las mencionadas comunidades. Los
estados que controlaban esos territorios imprimieron dinámicas propias a la hora de
explorar y colonizar las nuevas tierras, por ello los primeros contactos ocurrieron de formas distintas. Así, por ejemplo, la violencia de los encuentros en el Bajo Omo y el norte
de Australia, a mediados y finales del siglo XIX, contrasta con la llegada relativamente
“pacífica” de las primeras expediciones a las Tierras Altas de Papúa, en los años 30.
La Tierra de Arnhem (Norte de Australia)
“Una de las distracciones preferidas era cazar aborígenes; se elegía el día
y se invitaba a los colonos vecinos, junto con sus familias, a una comida al aire libre… tras el ágape todo era regocijo y alegría, mientras los
caballeros que formaban la partida tomaban sus armas y perros y,
acompañados por dos o tres sirvientes presidiarios, recorrían los matorrales en busca de negros.
A veces regresaban sin diversión; otras, conseguían matar a una mujer
o, si tenían suerte, a un hombre o dos.”
H.M. Hull. Experience of Forty Years in Tasmania (1895).
(Burenbult, 1994, 85)
Este testimonio, lejos de ser un caso excepcional, refleja el trato al que se vieron sometidos los aborígenes australianos desde la llegada de los británicos a Australia a finales del
siglo XVIII. Aunque este relato procede de la isla de Tasmania, se repitieron actos similares por todo el continente. En el extremo norte de Australia, en Arnhem, su aislamiento, debido a las condiciones geográficas y climatológicas, permitió a las poblaciones aborígenes evitar, hasta bien entrado el siglo XIX, los violentos procesos de exterminio que
se daban en el sur de Australia desde finales del XVIII. La ausencia de buenos puertos
naturales y una vegetación de manglar en la costa, dificultaban el anclaje de barcos. La
presencia de grandes ríos y humedales en las zonas costeras y la escasez de tierras altas
habitables, protegidas de las frecuentes inundaciones, ralentizaron la colonización británica que, desde principios de siglo XIX, llevó a cabo diversos intentos infructuosos. El
clima tropical, marcado por el monzón, y la consiguiente creación de grandes zonas inundadas durante gran parte del año propiciaba el ambiente perfecto para la presencia de
enfermedades tropicales como la malaria. Aunque los británicos consideraron este territorio Terra Nulis o Tierra de Nadie, decenas de grupos indígenas habitaban sus costas y
colinas, establecían intercambios comerciales y culturales entre ellos y desarrollaban unas
sociedades dinámicas y perfectamente adaptadas a su entorno, basadas en la recolección
y en la caza. Cuando se inició la ocupación europea se calcula que, sólo en la Tierra de
Arnhem, existía una población de entre 35.000 y 70.000 aborígenes (Gardner, 1990).
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Barcos portugueses y holandeses visitaron y exploraron esporádicamente la costa
norte de Australia durante el siglo XVII contactando por primera vez con diversos grupos aborígenes (fig.1); pero habría que esperar a principios del siglo XIX para que se produjesen los primeros intentos de asentamiento en la zona, en este caso por iniciativa británica. Diversas expediciones recorrieron el territorio. En 1844, Ludwig Leichhadt cruzó
gran parte de la tierra de Arnhem;
Ausgustus Charles Gregory, en
1855, y posteriormente John
McDovall Stuart, en 1862, exploraron el territorio del norte buscando pastos para futuros ranchos
ganaderos (Smith, 2004). Entre
1870 y 1872, la construcción de la
línea terrestre de telégrafos y el
descubrimiento de oro atrajeron a
numerosos colonos a la zona, nuevos habitantes que irían ocupando
el territorio indígena. Un movimiento en gran medida organizado por las compañías ganaderas
que pasaron a dominar miles de
kilómetros cuadrados. La fundación de la actual capital, Darwin,
se produce en ese momento, el 5
de febrero de 1869.
Pero antes de que los británicos se interesasen por la costa norte de Australia,
otros contactos se venían realizando desde hacía décadas, posiblemente siglos: barcos
originarios de Macassar (en la actual provincia Indonesia de Sulawesi) visitaban la
zona para explotar sus recursos naturales. Desde el siglo XVIII los relatos de viajeros
europeos documentan la presencia de estos barcos dedicados a la pesca del trepang, un
gusano marino muy apreciado en los mercados asiáticos como producto alimenticio
y asociado, por la tradición china, a poderes mágicos. Una flota de hasta 60 barcos
acudía todos los años al norte de Australia - territorio conocido por estos pescadores
como Margae -, recorriendo sus costas de diciembre a marzo y procesando el trepang
en campamentos temporales terrestres. Aparte de la pesca del trepang los macassan
intercambiaban con los aborígenes diversos productos. Harry Makarrwala, del grupo
yolngu, en una entrevista con W. Lloyd Warner en 1926 relataba:
“…nuestro país tiene salida al mar en un solo lugar de la bahía de Arnhem. Fue aquí
donde vimos a los macassan. Traían regalos como arroz, jarabe, calicó, hachas, piraguas, cuchillos y ginebra. Nosotros les dimos nácar, perlas, caparazones de tortuga,
sándalo y otras maderas que ellos emplean en medicina. Les ayudamos a recolectar el
cohombro de mar (trepang)” (Mundine, 2002, 43).
40 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 1.- Barco europeo de dos palos
pintado en un abrigo próximo a
Gumbalanya por aborígenes de la
Tierra de Arnhem. Foto Inés
Domingo.
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Fig. 2.- Hombre blanco con sombrero y en actitud de mandar pintado en el abrigo rupestre en la Tierra
de Arnhem. Foto Inés Domingo.
1.- Jerga.
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La presencia de los macassan parece remontarse a los inicios del siglo XVIII aunque existen evidencias históricas de que estos viajes comerciales podrían haber empezado hasta un siglo antes. La explotación comercial del trepang por parte de barcos indonesios perduró durante todo el siglo XIX y finalizó en 1907 cuando el gobierno australiano expulsó al último barco indonesio de sus costas. El continuo contacto a través de
los campamentos de procesamiento de este gusano marino
entre dos culturas no europeas fue, en la mayor parte de los
casos, pacífico y así ha quedado reflejado en la memoria oral
aborigen y en diversos relatos de exploradores europeos. El
escaso interés de los pescadores en ocupar permanentemente las tierras y el acuerdo entre ambos por el intercambio de
bienes preciados posibilitaron unas relaciones comerciales
estables que influyeron en las culturas aborígenes.
El uso de grandes canoas por parte de los aborígenes
parece ser una aportación de los macassan, que introdujeron
también el metal, el vidrio, las telas, las pipas y el tabaco así
como diversos alimentos y el alcohol. Este dinamismo
comercial tuvo su reflejo en la vida aborigen, apareciendo
prácticas culturales como la talla de madera y diversos mitos,
ceremonias y canciones recogidas a través de la memoria oral
y de determinadas pinturas rupestres. El hecho de mantener
una intensa actividad comercial durante siglos provocó el
asombro de los europeos. F. Napier, en 1867, cuenta como
los nativos de la bahía de Castlereag “…regateaban de forma
muy dura, por unas placas de concha de tortuga que querían
vender, no se sentían satisfechos con menos de un hacha”
(Macknight, 1972, 308). Otro aspecto de la importante
influencia macassan en el norte de Australia fue la creación de
una lengua franca basada en el idioma de estos pescadores.
Este hecho llamó la atención a los primeros viajeros
europeos en estas tierras, y así G.W. Earl, en 1842, comentaba “…si preguntas por vocablos, me quedo ridículamente
perplejo. Después de recoger muchas palabras, encuentro que estaba realizando un horrible patois1 del dialecto macasar, de hecho, casi todas las palabras que los nativos utilizan
con nosotros son de los macasar” (Macknigt 1972, 288). Incluso hoy en día muchas palabras aborígenes proceden de esos contactos. Un ejemplo es el nombre de balanda, utilizado por las comunidades aborígenes de Arnhem para designar a los blancos, que viene
de hollander (holandeses), nombre con el que los macassan designaban a todos los blancos. Las relaciones entre las dos culturas también posibilitaron el viaje de algunos aborígenes australianos a la capital de las Celebes (actual Sulawesi). “… a veces se llevaban a
nuestros hombres como miembros de la tripulación. Como a mi hermano, que ya era
muy viejo. Un año fue al país de Macasar. Eran hombres buenos… (Mundine, 2002, 42).
Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando comenzó la llegada masiva de
exploradores, los primeros colonos, misioneros y administradores blancos, transfor-
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mando radicalmente el modelo de vida aborigen. Las posibilidades de trabajo en los
ranchos y el descubrimiento de oro provocaron que, en el último tercio del siglo XIX,
el territorio del norte fuese ocupado de forma intensa y permanente por rancheros,
aventureros, mineros, fugitivos y jornaleros en busca de fortuna en las “nuevas” tierras.
La idea de ocupar una terra nulis, o tierra sin dueños, permitió desplazar a los grupos
aborígenes con facilidad y la violencia hacia la población nativa
formó parte de la vida en el nuevo
territorio. Ernestina Hill, tras
entrevistar a numerosos ganaderos, describe esa situación: “El
negocio de establecer un imperio
ganadero se basaba en matar. A
los nuevos ranchos se traían
negros para trabajar desde territorios alejados y menos problemáticos; estaban aterrados de los
negros de los matorrales” (Rose,
2000, 10) (Fig. 2).
Los yarralin, que habitan la
zona del río Victoria, se preguntaban “…por qué el hombre blanco
no les preguntó por las tierras para
poder haberles dicho que ya estaban ocupadas” y “si los blancos
estaban determinados a hacer la guerra, por qué no dieron rifles a los aborígenes para
que la lucha fuese igualada” (Rose, 2000, 187). Este grupo, todavía hoy, habla de cómo
se sentían al ser tratados como perros por los blancos; se les podía encadenar, se les atacaba, se les podía cazar, disparar y cuando un aborigen se ponía enfermo o envejecía se
le mataba, como harían los blancos con un perro herido o viejo (Bird, 2000).
Los testimonios nativos no dejan lugar a dudas; las primeras décadas de ocupación blanca del territorio se caracterizaron por las matanzas colectivas, el disparo a aborígenes, las palizas y los envenenamientos. Los aborígenes conocen estos años como
“killing times”2. David Daymirringu, del grupo yolngu, relata un ataque a la tribu
walaki : “…los ganaderos, tanto negros como blancos, rodearon la selva y, a medida
que se acercaban comenzaron a descargar sus armas contra los aborígenes que estaban
en los árboles (escondidos). Asesinaron a todos, salvo a un sólo hombre que había trepado muy alto, tan alto como pudo: él fue testigo de toda esa masacre” (Mundine,
2002, 44). Este exterminio también aparece reflejado en la memoria oral cuando
George Jaudaku recuerda: “Antes de que yo naciera había mucha gente en este país. La
gente (blancos) disparaba a la gente (aborígenes). En esta parcela, los blancos solían
perseguir y dispararles” (Smith, 2004, 15). En diversas zonas los aborígenes consiguieron articular una resistencia violenta a esa invasión creando zonas denominadas por los
blancos “bad nigger country”3.
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 3.- Baldwin Spencer junto a
un grupo de ancianos arrernte en
el centro de Australia en 1896.
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
2.- Tiempos de matanzas.
3.- Tierra de negros peligrosos
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Fig. 4.- Hombres gaagudju en ritual
funerario o moolil , los cestos y otras
posesiones de la difunta aparecen
colgados de los arbóles. Fotografía
de Baldwin Spencer (1912).
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
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Las escasas muertes de blancos a manos de aborígenes tuvieron represalias inmediatas en forma de ataques a comunidades enteras. Lindsay Crawford, administrador de
un rancho en 1895 explicaba: “…durante los últimos 10 años, de hecho desde que el
primer blanco se instaló aquí, no hemos mantenido ninguna comunicación con los
nativos, excepto con el rifle. Nunca se les permitió estar cerca de este rancho o de las
estaciones ganaderas, son demasiado traidores y belicosos” (Rose,
2000, 13).
La consecuencia de esta
etapa de violencia fue el exterminio, en algunas zonas, de grupos
enteros de indígenas, como los
karangpurru o los bilinara. Junto
a las masacres perpetradas por los
blancos, el contagio de enfermedades y los enfrentamientos entre
grupos aborígenes acabaron por
eliminar, en grandes áreas, al 90
% de la población nativa.
A principios del siglo XX,
los misioneros, en su intento de
cristianizar, “pacificar” y sedentarizar, crearon misiones por toda la
región transmitiendo a los aborígenes mensajes como: “Rezad a
Dios. No estéis en el lado que ha perdido. Venir al lado ganador” (Rose, 2000, 190)
ocasionando así profundos cambios en las formas de vida tradicionales.
Es en este escenario de violencia, ocupación y control del territorio cuando
Walter Baldwin Spencer y Frank Gillen realizaron el que se convertiría en el primer
estudio etnográfico de campo del Territorio del Norte, en 1901. Baldwin Spencer se
había graduado como biólogo en Oxford y tras un período de formación en Inglaterra
viajó a Australia para participar en la Expedición Científica Horn, la primera expedición realizada para estudiar la historia natural del centro del país, como zoólogo y
fotógrafo. Allí conoció al que sería su compañero de viajes, Frank Gillen, jefe de la
estación de telégrafos de Alice Spring y etnólogo aficionado. Ya antes habían realizado
un trabajo de campo etnográfico, con los arrernte, en el centro de Australia (fig. 3).
Publicaron sus investigaciones en el volumen “The Native Tribes of Central Australia”
(1899), obra clásica de la etnografía australiana. La documentación obtenida en este
estudio sigue siendo una referencia clave por su calidad e interés etnográfico (Batty et
alii, 2005). Spencer y Gillen trataron de mostrar, a través de la fotografía, no sólo a
personas y objetos, sino también ceremonias y escenas de gran dinamismo. En el viaje
al territorio del norte recorrieron de sur a norte la zona, realizando las primeras películas y grabaciones etnográficas y documentando la cultura material y los ciclos ceremoniales de numerosas comunidades (fig. 4).
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En su segundo viaje al norte de Australia en 1911, y formando parte del gobierno
de la Commonwealth como asesor en la gestión de los asuntos indígenas, Baldwin Spencer
tuvo la oportunidad de visitar numerosas comunidades aborígenes en las diferentes cuencas de los ríos, la costa y diversas islas. Su profundo conocimiento de las culturas estudiadas, su reconocida admiración por los grupos aborígenes y la participación de colaboradores locales que poseían conocimientos de las lenguas nativas le permitieron establecer unas
fluidas relaciones con numerosos ancianos que le introdujeron en un mundo religioso y
ceremonial hasta entonces inaccesible para los occidentales. Su trabajo en esta zona fue
publicado en 1904 con el título de “The Northern Tribes of Central Australia” con el objetivo de documentar unas culturas que, en su opinión, estaban destinadas a desaparecer.
Esta idea, junto a la certeza de que estas poblaciones representaban una versión deshumanizada de un estadio temprano en el desarrollo social humano fueron, en gran parte, fruto
del darwinismo social característico del período colonial (Mulvaney, 1990, 33-36).
El Bajo Omo (Etiopía)
“Incluso los guerreros retrocedían ante nosotros con gran aversión,
aparentemente no por miedo o timidez, sino por antipatía. Algo de
tabaco de primera calidad, que ofrecí a un hombre, fue rechazado
con indignación, a pesar de que todos los reshiat son aficionados a
mascar tabaco y tomarlo aspirado. El sentimiento de repulsión, no
obstante, pronto pasó y por la tarde unos doscientos hombres y
mujeres llenaron los alrededores y el interior del campamento, tocando y observando todas las cosas nuevas para ellos”.
(Höhnel, 1894, 157)
El valle del río Omo, en el sudoeste etíope, está situado en una zona de transición entre
las sabanas del Sudán, al oeste, las áridas estepas de Kenia, al sur, y las montañas etíopes, al norte. A lo largo de la historia diversos movimientos migratorios han supuesto
la llegada de la ganadería, la domesticación de diversas especies vegetales o la metalurgia a esta zona. Hoy en día, el valle del Omo es una babel de etnias y lenguas, uno de
los espacios culturales más ricos de África.
A finales del siglo XIX y en plena carrera colonial, la zona del río Omo fue escenario de diversas expediciones dirigidas por europeos y americanos. La pugna entre las
distintas potencias por afianzarse en el continente africano y el desconocimiento del
curso y desembocadura del Río Omo fueron los motivos que incentivaron estas exploraciones. Aunque no fueron los únicos, también en este período, el Emperador Menelik
II intentó someter, a través de diversas campañas militares, la región a la monarquía
Abisinia.
Podemos reconstruir ese primer contacto entre los occidentales y los habitantes del
valle. Si bien los encuentros están documentados a partir de finales del siglo XIX, anteriormente, comerciantes de marfil de origen africano recorrieron la zona durante décadas,
intercambiando diversos productos como cuentas, cobre, etc., con los pueblos indígenas.
El conde húngaro Samuel Teleki y el oficial naval y cartógrafo austriaco
Ludwig von Höhnel fueron los primeros occidentales que llegaron a la zona en 1887,
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en una expedición promovida desde el Imperio Austrohúngaro. La expedición, que,
llegando desde el sur (actual Kenia), “descubrió” para occidente los actuales lagos
Turkana (bautizado lago Rodolfo en honor al príncipe heredero del Imperio
Austrohúngaro) y Chef Bahir (Lago Estefanía), tenía un interés eminentemente geográfico y cinegético y consideró a los pueblos que habitaban la zona como una parte
más del paisaje africano. Sólo
cuando establecieron relaciones
con un grupo no contactado hasta
el momento por occidentales, los
reshiat (actualmente conocidos
como dassanech, en el bajo río
Omo), se evidenció la importancia del suceso para los europeos.
Los hechos ocurrieron el miércoles 4 de abril de 1888:
Fig. 5.- Grabado titulado “escena de
campo entre los reshiat” que muestra
a Hönel y Teleki junto a varios dassanech. Publicado originalmente
en “Ostäquatorial Afrika zwischen
Pangani und dem neuentdeckten
Rudolf-see” (1890).
“Este fue quizás el día más interesante
de todo nuestro viaje, ya que ahora
estábamos por primera vez cara a cara
con gente totalmente desconocida. Y
la forma en la que estos nativos, que
habían vivido tranquilamente lejos del
resto del mundo hasta ahora, nos recibieron en este primer día de llegada
fue tan simple y tan diferente a las
experiencias relatadas por los viajeros africanos que no podíamos sobreponernos a nuestro asombro” (Höhnel, 1894, 155) (fig. 5).
Inmediatamente se iniciaron intercambios comerciales. La expedición necesitaba de abundantes alimentos pero, para su sorpresa, los reshiat no se mostraron entusiasmados “El hierro no tenía valor, no se interesaban por nuestras cosas, y pensaron
que nuestras pequeñas cuentas eran semillas. La única cosa que les llamaba la atención eran las grandes cuentas azules “ukuta”, las cuales, a pesar de que no las habían
visto antes, las llamaron inmediatamente Tcharra o Tchalla.” (Höhnel, 1894, 157).
Estas dificultades para comerciar con los reshiat, con artículos totalmente desconocidos para ellos, se describen en diversos momentos del relato, siendo causa de sorpresa y malestar en Teleki y Hönel “A pesar de la variedad y calidad de las mercancías que habíamos traído para comerciar no fuimos capaces de comprar nada aquí
excepto dhurra (harina de sorgo), pescado, leche, y algunas bagatelas, no porque a los
reshiat les importara comerciar con su ganado sino porque a ellos no les interesaba
nada de lo que les ofrecíamos a cambio.” (Höhnel, 1894, 167). La actitud poco
receptiva de los reshiat queda bien reflejada en la respuesta de uno de los ancianos,
recogida por Höhnel: “No queremos vuestro hierro.....vuestras cosas no valen nada y
vuestras cuentas son demasiado pequeñas ” (Höhnel, 1894, 174). Las descripciones
que realizan los expedicionarios nos permiten conocer diferentes aspectos de la vida
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cotidiana de los dassanech a finales de siglo XIX. “Poseían miles de cabezas de ganado vacuno, cabras, ovejas y cientos de burros… Cultivaban un poco de tabaco de baja
calidad, ya que podían comprar uno barato y de mejor calidad a sus vecinos más cercanos. Ambos sexos son aficionados a mascarlo. El café es comprado a los aro (actualmente conocidos como ari) a través de intermediarios kerre (o karo). El total de la
población reshiat es de unas 2.000 a 3.000 personas…” (Höhnel,
1894, 167). Gracias a este relato disponemos también de las primeras referencias a los diversos grupos étnicos que poblaban la zona:
los marle (hoy asimilados en el grupo nyantiangyon), los amárr
(conocidos hoy como hamer), los bachada (bashada), los yurkana,
los buma (bume), los budu, los kerre (karo), los murdu/murzu
(mursi), y los borana, entre otros (Höhnel, 1894, 168-169) (fig. 6).
Si bien todo el relato esta impregnado de una actitud colonial basada en la superioridad del hombre blanco, Ludwig von Höhnel resalta algunos aspectos “positivos” de los danassech. La capacidad oratoria del interlocutor principal de los danassech así como la conducta general de los mismos impresionan a Hönel “Estaba dotado
no solo de un sorprendente autocontrol, sino de una cabeza extremadamente clara y con habilidades diplomáticas” (Höhnel, 1894,
173). “No intentaron mendigar o robar, no eran ni impertinentes
ni tímidos, y tuvieron este comportamiento satisfactorio del primero al ultimo” (Höhnel, 1894, 163). Las fuertes tensiones con los
danassech que les impedían cruzar su territorio, tensiones que llegaron casi a un enfrentamiento armado, obligaron a la expedición a
regresar hacia el sur. Las últimas palabras de un anciano, interlocutor con la expedición fueron, por si tenían intención de volver: “No
olvidéis las cuentas tcharra” (Höhnel, 1894, 208).
Siete años después de la expedición austrohúngara, el médico
norteamericano A. Donaldson Smith organizó, con fondos privados propios, diversos
viajes cinegéticos y de exploración por la zona, aunque sin claros objetivos científicos.
Fue el primer occidental en llegar al lago Turkana desde la vecina Somalia, en 1895 y
en su camino estableció contacto, por primera vez, con diversos grupos étnicos del sudoeste etíope. El relato de Donaldson Through unknown African countries refleja la actitud, general en la época, de superioridad tanto con los habitantes de la zona “…los salvajes no tienen un gran dominio del lenguaje, expresando sus emociones con pantomimas, acompañando cada gesto con exclamaciones ruidosas.” (Grinke, 2007, 130),
como con los hombres de su propia expedición “…los otros cuatro gurkas (etnia del
norte de la India) tenían rajput u otra sangre en sus venas, y es con remordimiento que
los mirase como a seres humanos” (Donaldson, 1900, 602 ). Su contacto con los habitantes del Omo aparece marcado por este continuo intento de demostrar la superioridad del hombre blanco mediante el uso de armas de fuego, cohetes y demás adelantos
tecnológicos (fig. 7). Gracias a la memoria oral arbore tenemos un relato de ese primer
contacto. Horra Surra, anciano de esta etnia, relata:
46 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- Grabado de una mujer
buma (actualmente conocidos
como bume) en el que se aprecia el
plato labial. “Ostäquatorial Afrika
zwischen Pangani und dem
neuentdeckten Rudolf-see” (1890).
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“…ellos (arbore) se aproximaron y vieron al hombre blanco y a sus acompañantes. Se
quedaron parados en el lugar, pero el hombre blanco les indicó que se acercasen. Ellos
lo hicieron... El hombre blanco les pidió que le enseñasen como utilizaban el arco y las
flechas para matar animales salvajes…. La flecha fue un poco corta para alcanzar al animal salvaje. Repitieron la acción y, otra vez, la flecha no alcanzó al animal salvaje.
Entonces, el hombre blanco sacó su rifle, apuntó a las cabras salvajes,
disparó y las mató. De nuevo apuntó a otra cabra y la mató también.
¡Veis esto! Se jactó el hombre blanco. Los arbore asintieron, “Sí.
Estaban impresionados por las acciones del hombre blanco” (Grinke,
2007, 134).
Donaldson describió un ataque por parte de los arbore a
raíz de las tensiones surgidas entre la expedición y este grupo
étnico. La escaramuza provocó numerosas bajas entre los arbore,
que desconocían el poder de las armas de fuego. Este ataque perdura en la memoria oral arbore siendo una de las historias más
repetidas entre los hor, uno de los clanes de esta etnia:
“…el hombre blanco era blanco como el ganado y tenía un palo de
fuego rojo. Los de Marle (poblado hor) oyeron que desde Gandarab y
Kulam (también poblados hor) habían enviado ancianos y pensaron
que habían comenzado a saquear el campamento. Para no ser superados, desde Marle se enviaron guerreros para saquear. Cuando los guerreros marle llegaron, se estaban disparando tiros. Como ellos no conocían las armas de fuego, pensaron que se estaban golpeando tambores.
Entonces descubrieron que algunos tenían disparos en las piernas, otros
disparos en el estómago, y vieron como arrastraban los intestinos”
(Miyawaki, 2007,189).
Fig. 7.- Jóvenes mursi junto a la
ribera del Omo, fotografía tomada
durante la segunda expedición de
Donaldson, en 1899 y publicada en
The Geographical Journal en 1900.
Donaldson, posteriormente, saqueó el poblado más cercano para conseguir alimentos.
Casi al mismo tiempo, en 1896, el oficial del ejercito italiano Vittorio Bottego
dirigió la expedición que situó geográficamente el curso del río Omo y su desembocadura en el lago Turkana, dándose a conocer como el “descubridor del Omo”. Esta expedición compuesta por cientos de hombres y 160 mulas de carga (Giansanti, 2004, 42),
recorrió la región tomando datos geográficos, biológicos y etnográficos. Muchos de los
pueblos, afectados por razzias abisinias, les recibieron violentamente como recoge
Bottego en su relato del viaje “¿Qué habéis venido a hacer a este país?” Bottego respondió que eran frengi (extranjeros) y le replicaron “Nosotros no conocemos a los frengi. No
queremos ver a ninguno, ni dejarles libre el paso. Venid, si tenéis coraje, a hacernos la
guerra. Venid aquí, que conoceréis nuestras lanzas” (Vannutelli y Citerni, 1899, 294).
A esta expedición también le debemos descripciones de diversos pueblos del
valle del Omo como los mursi:
“Las mujeres son sucias y feas, van completamente desnudas, excepto por los costados,
que cubren con un estrecho pedazo de piel. Se encuentra alguna con grandes agujeros
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en la oreja o en el labio inferior, donde ponen discos de madera de un diámetro de
aproximadamente cinco o seis centímetros. Estas tribus salvajes tienen hábitos detestables y costumbres bestiales; sin embargo no son de índole feroz, ni son tan belicosas
como los montaraces pero en compensación los hábitos de emboscadas en los bosques
y la instintiva malicia los convierten en ladrones audacísimos. Si la caza y la pesca son
para ellos verdaderos oficios, la agricultura y el pastoreo no están del todo descuidadas:
donde encuentran pequeñas y espesas zonas a orilla del río cultivan a duras penas.
Comen hasta cebarse, raíces y tubérculos que recogen en los bosques, donde algunas
veces encuentran colmenas pegadas a los árboles. En cuanto al ganado, apenas poseen
unas pocas cabras y bueyes” (Vannutelli y Citerni, 1899, 323).
Bottego moriría violentamente durante esta expedición pero sus acompañantes,
Vannutelli y Citerni, consiguieron volver a Italia, tras meses de cautiverio. Una vez en
su tierra natal, publicaron la memoria de la expedición en la se ponía fin al misterio del
curso del rio Omo, aportando una información geográfica, etnográfica, zoológica y
botánica sobre la zona de gran valor documental.
Con objetivos radicalmente distintos al de las expediciones occidentales, el ejército abisinio realizó una serie de campañas militares en el sudoeste etíope para ocupar
y controlar el territorio al norte del lago Turkana. Para una de estas primeras campañas
de anexión, la de 1898, contamos con el relato de Alexander Bulatovich, un militar
ruso que formó parte del ejército dirigido por Ras Welde Giyorgis para el emperador
Menelik II, con órdenes de afianzarse en el Lago Rodolfo (Lago Turkana) (Collins,
1961). Bulatovich describió a diversos pueblos del Omo, “Los hombres y las mujeres
se adornaban con brazaletes de hierro, pendientes de cobre, de los cuales podía haber
hasta siete en cada oreja. Las mujeres, además, llevaban un collar compuesto por varias
tiras, hecho de huesos de pájaros y cocodrilos finamente moldeados, o de cuentas de
arcilla, entre las que resaltan cuentas europeas azules y blancas” (Bulatovich, 2000,
342). En su relato también refleja las opiniones de las tropas que le acompañan, de origen amárico (habitantes del altiplano etíope) sobre los habitantes del Omo: “Son animales salvajes, comen carne de elefantes y de lagartos. Prácticamente no siembran
grano” (Bulatovich, 2000, 311). Y también, la opinión que de los occidentales tenían
los habitantes del Omo: “…los guchumba (europeos-extranjeros para Bulatovich) llegaron desde el sudeste. Montaron un campamento al lado de un poblado jufa, y estuvieron muchos días pidiendo, bajo amenaza de sus armas de fuego, que se les diese pan
de forma gratuita. Se fueron hacia el noroeste.” Bulatovich continua explicando
“Como descubrimos más tarde, todas las tribus desde aquí al lago Rodolfo llaman a los
europeos “guchumba” que literalmente significa vagabundos” (Bulatovich, 2000, 310).
Esta invasión y las continuas razzias abisinias posteriores dejaron una profunda
huella en los pueblos del valle del Omo. Berimba, un anciano hamer, explicaba en un
relato recopilado por Ivo Strecker esos tiempos de crisis:
“Niños, mirad esta tierra. Yo ya soy anciano. Cuando aún éramos jóvenes, los enemigos vinieron y el Emperador Menelik nos conquistó. Así es como nos convertimos en
pobres. Nuestros antepasados se perdieron entonces. Es por eso que no conozco las
familias de los hijos de nuestros ancestros… realmente tampoco conozco quienes son
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con los que deberíamos casarnos. Preguntamos las cosas a los ancianos, a los pocos
ancianos que aun conocen las antiguas conexiones. Algunos no sabían la verdad, y no
les escuchábamos. Solo escuchábamos a lo que coincidía con lo que habíamos oído de
nuestros padres” (Strecker, 2006, 153).
La resistencia de diversos grupos étnicos frente a esta invasión militar acabó en
fracaso por la superioridad de las armas de fuego abisinias. Cientos, si no miles, de habitantes de la zona fueron asesinados o esclavizados, multitud de poblados destruidos y
miles de cabezas de ganado requisadas. Muchas comunidades indígenas desaparecieron
o se vieron obligadas a emigrar. A principio del siglo XX se creó la primera administración estatal de la zona.
Tierras Altas de Papúa (Indonesia)
Al principio estaba el Agujero
Del Agujero salieron los hombres dani
Se asentaron en las tierras fértiles alrededor del Agujero
Entonces vinieron los cerdos. Los dani cogieron a los cerdos
y los domesticaron.
Después vinieron las mujeres, y los dani cogieron a las mujeres
Entonces del Agujero salieron otros hombres –portugueses,
españoles, holandeses, japoneses, americanos.
No había espacio para ellos alrededor del Agujero,
Así que se esparcieron por todo el globo
En búsqueda de tierras tan buenas como la de los dani
Pero nunca las encontraron.
Ahora regresan de nuevo
(Míeselas, 2003, 3)
La isla de Nueva Guinea se encuentra dividida en dos administraciones independientes: la parte occidental - Papúa - bajo el dominio colonial de Holanda hasta 1963, y
hoy bajo control indonesio, y una parte oriental - Papúa-Nueva Guinea - ocupada
hasta la Primera Guerra Mundial por Alemania y, posteriormente, por Inglaterra y
Australia, hasta lograr su independencia en 1975. Esta división artificial de la isla, tan
habitual en el periodo colonial, conllevó multitud de expediciones y otros contactos
entre las autoridades coloniales, viajeros, comerciantes, etc, y las numerosas comunidades que la habitan. Los habitantes de la costa tuvieron contactos muy tempranos con
los occidentales, ya en el siglo XVI, sin embargo, las tierras del interior se mantuvieron rodeadas de un halo de misterio hasta principios del siglo XX.
Los cerca de 100.000 dani que habitan las Tierras Altas de Papúa son uno de
esos pueblos del macizo central “desconocidos” para occidente hasta bien entrado el
siglo XX. La mayor parte de los grupos culturales de las Tierras Altas centran su economía en la agricultura intensiva y la cría de cerdos, como se refleja en la leyenda citada
anteriormente. El cultivo de la batata, alimento básico de la dieta, junto a multitud de
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tubérculos, vegetales y hortalizas, condicionan el paisaje del país dani cuyo territorio,
atravesado por el caudaloso rio Baliem y sus afluentes, se encuentra organizado en
pequeños poblados y numerosos campos de cultivos.
Las costas de Nueva Guinea fueron descritas por primera vez en los relatos de capitanes y cronistas portugueses y españoles del siglo XVI, aunque desde hacía siglos estas
costas eran visitadas frecuentemente
por comerciantes chinos, malayos y
navegantes del reino de Java. La búsqueda del trepang, de conchas de tortugas, aves del paraíso y maderas preciosas motivaron el interés comercial
de estos viajes y las frecuentes relaciones comerciales. (Pétrequin,
2006, 165) Posteriormente, y a partir del siglo XVI, parte de sus costas
estuvieron en la órbita del Sultanato
de Tidore, aliado de los españoles en
el control de las islas de las especias.
Las actividades comerciales de dicho
sultanato provocaron la creación de
unas redes comerciales estables entre
las costas de Papúa occidental y las
islas Molucas.
Numerosos viajeros europeos, atraídos por el exotismo del paisaje y sus habitantes, visitaron las costas de la isla durante los siglos XVII y XVIII aunque no será hasta el siglo XIX cuando se adentren en la isla las primeras expediciones
(Millar, 1996). Tanto las autoridades coloniales holandesas como las australianas realizaron, en las tres primeras décadas de siglo XX, un enorme esfuerzo y despliegue de
medios para explorar y controlar las tierras y los habitantes del interior de la isla. La
autoridad colonial holandesa, por ejemplo, envió más de cien expediciones con la
intención de obtener todo tipo de información sobre el interior de la colonia. A pesar
de ello, algunos territorios como el valle del Baliem, centro del territorio dani, nunca
fueron explorados (Muller, 2001).
La imagen de “mundo perdido” que aun hoy perdura sobre el interior de Papúa
se remonta a esos tiempos. Sin embargo los diversos grupos indígenas que pueblan las
Tierras Altas de Papúa han mantenido durante siglos relaciones estables y dinámicas entre
ellos, creándose fluidos circuitos de intercambio que han permitido la circulación de objetos, productos y conocimientos desde la costa hacia el interior y viceversa. La presencia de
conchas marinas y cauris en poblados de las tierras altas a cientos de kilómetros de la costa
y en valles inaccesibles, a más de 2.000 m sobre el nivel del mar, o la llegada y rápida difusión de la batata, de origen americano, en el siglo XVII son muestras de ese dinamismo
comercial muy alejado de la visión occidental de mundo aislado. El zoólogo australiano
Tim Flannery describía, en 1990, un ejemplo de este comercio hoy en decadencia: “…nos
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Fig. 8.- Grupo de hombres dani
realizando una empalizada en uno
de los campamentos de R.
Archbold en las Tierras Altas.
American Museum of Natural
History. 1938.
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Fig. 9.- Danza ceremonial dani.
Los hombres, armados con arcos y
flechas, bailan y cantan en círculos. Expedición de Archbold.
American Museum of Natural
History. 1938.
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encontramos con un grupo de viajeros lani. Dos hombres adultos y dos jóvenes venían de
Ilaga, con sal y plumas de aves e iban a venderlo todo en el mercado de Wamena.… la sal
debían haberla obtenido en algún depósito de agua salobre… las plumas, la mayoría pertenecientes a loros y aves del paraíso, estaban envueltas en haces de hojas secas, colocados
luego en tubos de bambú” (Flannery, 1998, 245) (fig.8).
No es hasta el año 1938,
con la expedición del zoólogo y
multimillonario
Richard
Archbold que Occidente tiene,
por primera vez, conocimiento
sobre los dani. Como él mismo
cuenta en su relato, publicado
en el año 1941 en la revista
National Geographic: “Mi tercera expedición a Nueva Guinea
se organizó para realizar una
exhaustiva investigación de la
prácticamente desconocida cara
norte de las Montañas Nevadas
en la segunda isla más grande
del mundo” (Archbold, 1941,
315). El patrocinio de la expedición corrió a cargo del
American Museum of Natural
History de New York y el viaje
tenía como principal objetivo documentar y conseguir especies zoológicas y botánicas.
La expedición contaba con casi 200 personas entre porteadores dayaks de
Borneo y convictos indonesios independentistas, soldados coloniales, varios oficiales
holandeses y un equipo norteamericano formado por un ornitólogo, un botánico, un
zoólogo, dos pilotos y varios técnicos necesarios para hacer funcionar la principal novedad de la expedición: un hidroavión con gran capacidad de carga que permitió el amerizaje en el lago Habbema, en pleno macizo central de Papua. El 23 de junio de 1938
avistaron por primera vez el valle del Baliem y los campos de cultivo dani: “Desde el
aire los huertos, zanjas y vallados de los nativos aparecían como un paisaje rural del centro de Europa. Nunca en toda mi experiencia en Nueva Guinea había visto algo comparable” (Archbold, 1941, 316). Los primeros contactos con las poblaciones de las tierras altas estuvieron marcados por la curiosidad mutua “…aparte del protector de
pene, brazaletes, pulseras y una basta red de malla en la cabeza de uno de ellos, nuestros visitantes estaban desnudos” (Archbold, 1941, 321) (fig. 9). La expedición, interesada en conseguir especímenes zoológicos y botánicos, inició intercambios comerciales
con los dani
“…trajeron bananas, batatas y a menudo traían cerdos para comerciar. Los utensilios
de acero no les interesaban tanto como las conchas o los espejos como medio de inter-
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cambio. Aparentemente consideraban sus utensilios de basta piedra como muy superiores… no les costó mucho, sin embargo, conocer nuestro mayor interés. No tardaron en traernos mamíferos, pájaros e insectos a cambio de conchas.” (Archbold, 1941,
332) (fig.10).
Mientras tanto las columnas dirigidas por los militares holandeses recorrieron
todo el valle de Baliem, verdadero centro político y espiritual del territorio dani. Al
atravesar diferentes territorios de grupos rivales se produjeron momentos de tensión
“Sin poder evitar parar nuestra marcha, hicieron una barrera humana de cinco filas a
través del camino, de pie, hombro con hombro. La situación era tensa, pero Teerink la
solventó con algunas palabras directas y miradas amenazadoras dirigidas a aquellos que
parecían estar al mando” (Archbold, 1941, 324). Esta versión oficial no recoge el disparo y muerte de un hombre dani a manos de un soldado bajo el mando del Capitán
Teerink. Este episodio aparece reflejado en los diarios privados de los oficiales al mando
pero no en el relato de Archbold que aceptó no comunicar esta muerte a cambio de
obtener permiso para seguir trabajando en Papúa (Míeselas, 2003, 12-13).
Para los grupos culturales que vivían en las Tierras Altas la llegada de los hombres blancos tuvo una interpretación cosmológica. Unos seres, blancos, llegaban caminando desde lugares desconocidos. La confusión inicial daba paso, en la mayor parte de
los casos, al miedo y la curiosidad. Muchos grupos tribales pensaron que se trataba de
héroes mitológicos o ancestros desaparecidos que volvían a las tierras de sus orígenes
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 3).
También en los años treinta, y a unos 350 km al este del territorio dani, otra
expedición occidental contactaba con diversas culturas de las Tierras Altas, esta vez en
la parte controlada por Australia. Tenemos, gracias a la memoria oral de Huwlael
Hunmol, de Laerop Minina y otros miembros del grupo wola, la descripción de su
reacción tras la llegada de esta expedición, dirigida por Hides y O’Malley “¡Oh!, hay
algo viniendo, algo muy extraño acercándose desde allá. Dicen que son espíritus ancestrales llegados para comernos. Algunos de nosotros huímos temerosos hacia el bosque,
mientras que otros dijeron que irían a echarles un vistazo” (Schieffelin y Crittenden,
1991, 147). “Hay cosas viniendo, haciendo casas y desmontándolas (tiendas de campaña) mientras se acercan. Están viniendo por la senda ahora. Tienen la piel blanca. Con
sus cuerpos cubiertos, y ¡¡¡¡hay hombres negros con ellos también (porteadores)!!!!”
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 149).
A estos primeros encuentros, de finales de los años 30, sucedió un período
marcado por la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, que impidió la llegada de
occidentales a las tierras altas. Los pilotos estadounidenses destinados a la base de
Jayapura, capital de la región al norte de la isla, realizaban vuelos de placer sobre el
valle de Bailem, “…a veces en picados bajos para asustar a los dani y verlos correr y
esconderse” (Míeselas, 2003, 16). Acabada la guerra empezaron a llegar misioneros y
administradores holandeses. Los misioneros, en su intento evangelizador, construyeron pistas de aterrizaje en diversos lugares que les permitía contactar incluso con las
comunidades más apartadas y así, en 1954, se instalan los misioneros protestantes de
la Alianza Cristiana Misionera (CAMA) y, en 1955, la Misión Cristiana Australia-
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Fig. 10.- Aves del paraíso y “lingotes” de sal en el mercado dani de
Wamena. Año 2007.
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Pacífica (APCM) y la Sociedad Misionera Baptista Australiana. En un segundo
momento, y a partir de 1959, comienzan a llegar los misioneros católicos con lo que
el valle y las zonas adyacentes se dividen en áreas de influencia de las diversas iglesias
occidentales. Por su parte, las autoridades holandesas centraron sus esfuerzos en pacificar las comunidades dani y acabar con los conflictos tribales que mantenían la región
en un permanente estado de guerra.
Las transformaciones iniciadas por los misioneros intentaban cambiar la cosmovisión dani,
y así, en un intento claro de eliminar sus creencias introdujeron el
concepto de alcanzar la vida eterna como recompensa por la
quema de las posesiones “tradicionales”. Con ello provocaron la
destrucción masiva de los denominados “fetiches” o kukuwak en
prácticamente todo el territorio
dani. En 1960 cerca de la misión
de Patv-paka:
“…se realizaron quemas masivas de grandes cantidades de cultura material, tanto objetos de uso cotidiano como aquellos con significado mágico-religioso. Entre los objetos
quemados había: arcos, flechas, lanzas, gorros de piel y plumas, corazas de tejido trenzadas, diademas de plumas de casuarios (sacudidos durante los bailes), hachas y azuelas de piedra, je – que son piedras pulidas usadas como pagos en bodas y funerales – y
cristales de cuarzo cuyo uso esta documentado en la magia negra” (O’Brien, 1962, 59).
Las actitudes entre las distintas comunidades dani con respecto a los primeros
misioneros variaban entre darles la bienvenida o intentar matarlos, como sucedió en
diversas ocasiones. Los términos con los que los dani denominaban a los sacerdotes son
elocuentes, mbabi que significa “enemigos” y kugi palabra usada para denominar a “los
espíritus” (Bensley, 1994, 21-23).
La primera gran expedición con objetivos etnográficos, organizada por el
Peabody Museum of Archaeology and Ethnnology adscrito a la Harvard University,
llegó en el año 1961. Robert Gardner y Kart G. Heider, en la publicación Gardens of
War, mencionaban que “…en la década de sus infrecuentes relaciones con el mundo
exterior, los dani habían adquirido una reputación de comportamiento hostil e incluso
traicionero, particularmente en sus contactos con los misioneros y oficiales del gobierno” (Gardner y Heider, 1974, 3). En ese momento, 20 años después del primer contacto “no había una sola comunidad dani, no importa lo remota o independiente que
fuese, que no hubiera oído hablar sobre los hombres blancos que habían venido a vivir
en su valle” (Gardner y Heider, 1974, 5). Gardens of War se presentó como “el primer
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documento fotográfico de una tribu de granjeros-guerreros de la Edad de Piedra, de
neolíticos que viven en las Tierras Altas centrales de Nueva Guinea” (Gardner y Heider,
1974). Los dani conocían a los occidentales con el nombre de waro, que en su lengua
significa “reptiles”.
El impacto de los primeros contactos, descritos en el artículo, y la consiguiente
llegada de nuevos modelos políticos, económicos y culturales, transformó radicalmente las comunidades indígenas. Desde Occidente, presentando a los diferentes grupos
étnicos del norte de Australia, Papúa y el rio Omo como “salvajes” o “prehistóricos”, se
justificaron sus conquistas y el control de sus territorios. Hoy en día esa lucha de intereses continúa produciéndose en estos lugares.
En las tres áreas tratadas los habitantes nativos son objeto de un profundo racismo por la mayor parte de la sociedad. Tanto en la actual Etiopía, como en Indonesia,
estos grupos indígenas son vistos como “curiosidades” susceptibles de ser transformadas
por el bien del país. El mensaje es claro, un país moderno no puede permitir que parte
de su población viva en la “prehistoria”. Incluso en un país como Australia, ejemplo de
“desarrollo”, los aborígenes no vieron reconocido su derecho a la posesión tradicional
de la tierra hasta 1972 y no pudieron ejercer el derecho a voto hasta 1967.
Las transformaciones vividas por las comunidades indígenas han sido, y continúan siendo, múltiples, y la adaptación a esos cambios muy diversa, tanto en los aspectos individuales como en los comunitarios. Esa “modernización” a menudo ha chocado con los intereses de dichas comunidades, que han articulado, ya desde el primer
momento, distintos modelos de resistencia.
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