Intercambiando heridas: la violencia masculina ritualizada o los duelos mursi
David Turton
2008
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INTERCAMBIANDO HERIDAS:
LA VIOLENCIA MASCULINA
RITUALIZADA O LOS DUELOS MURSI
DAVID TURTON
Los duelos son una actividad popular y valorada por los hombres mursi, especialmente por los hombres solteros. Es una forma ritual de violencia en la que hombres de las diferentes divisiones locales de la población mursi se enfrentan en cortos pero furiosos combates singulares, usando palos de madera de dos metros y
vistiendo estilizadas ropas protectoras. Se han descrito frecuentemente como
“peleas de palos” pero yo prefiero llamarlo duelos, o incluso “duelos ceremoniales”, para enfatizar su naturaleza altamente convencional y ritualizada. A la hora
de clasificarlos, sería mejor hacerlo como una forma de arte marcial.
Junto a los platos labiales de cerámica (o en ocasiones de madera) que llevan las mujeres mursi en sus labios inferiores (Turton, 2004), los duelos de los
hombres mursi se han convertido en una pieza clave de su identidad, no sólo para
los mismos mursi sino también para el mundo exterior. El palo de los duelos,
como el plato labial, se ha convertido en un icono de su cultura material. Debido
a que se realiza entre equipos de hombres que proceden de diferentes áreas locales
(como el fútbol en nuestra sociedad), es tentador pensar en los duelos como una
manera de expresar, y por ello de ayudar a controlar, la agresividad entre diferentes grupos locales. Entre los mursi se debe resaltar que los grupos locales compiten entre sí por los recursos naturales y, especialmente, por el agua y los pastos
necesarios para el ganado. Aunque éste es, sin duda, uno de los factores de la cuestión, no llega, en mi opinión, a la raíz de aquello que convierte a los duelos en una
clave de la cultura mursi. Para apreciar esto, creo que debemos ver los duelos no
sólo como una expresión de antagonismo entre grupos locales, debido a la com-
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* Este artículo se basa en materiales previamente publicados en
Turton, 2002; 2003; y “en prensa”.
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petición por los recursos naturales, sino también, y en primer lugar, como una de
las vías a través de las cuales se “constituyen” estos grupos. La misma interpretación se le puede dar, mutatis mutandis, a la guerra, que los propios mursi ven
como algo análogo a los duelos.
Fig. 1.- Ubicación del territorio
mursi y sus vecinos en el bajo Valle
del Omo.
¿Quienes son los mursi?
Los mursi son ganaderos y agricultores que suman
menos de 10.000 personas y viven en las tierras bajas
del sudoeste de Etiopia. Su territorio se encuentra en
el valle del Omo, unos 100 km al norte de la frontera
entre Etiopia y Kenia (fig. 1). Si bien normalmente los
habitantes de las montañas y los oficiales del gobierno
los describen como “nómadas”, gente que va de un
lugar a otro “colgando de los rabos de su ganado”, los
mursi dependen al menos en un 50% de la agricultura para su supervivencia, sobretodo del sorgo y el
maíz. Hay dos cosechas al año, una a lo largo de las
orillas del Omo, donde se practica la agricultura después de la inundación, y otra en los afluentes orientales del Omo, donde se abren áreas forestales para el
cultivo aprovechando las lluvias. Los cultivos de inundación se plantan en septiembre y octubre, cuando
retrocede la inundación, y se recogen en enero y
diciembre. Los cultivos que aprovechan las lluvias se
plantan tan pronto como caen las grandes lluvias,
durante marzo y abril, y se recogen en junio y julio.
No obstante, el comienzo, duración y distribución
espacial de las lluvias varían considerablemente de un
año al otro. Es esta impredicibilidad de las lluvias,
unida a la limitación del área cultivable disponible
tras la retirada de la inundación, lo que convierte a la
cría de ganado en un recurso adicional vital para los
mursi. Los bóvidos y el ganado menor, aparte de proveer una importante fuente de proteínas en forma de
leche, sangre y carne, pueden ser intercambiados por grano en las tierras altas en
los periodos de malas cosechas y representar para muchas familias la última
defensa contra la hambruna.
Si bien no dependen prioritariamente de los productos ganaderos para su
subsistencia, los mursi atribuyen al ganado una elevada valoración cultural, y virtualmente todas las relaciones sociales –sobre todo el matrimonio- están marcadas
y validadas por el intercambio de ganado. La dote (idealmente compuesta por 38
cabezas de ganado) pasa de la familia del novio al padre de la novia, que tiene que
hacer frente a las demandas de un amplio abanico de familiares, de diferentes clanes, que tienen derecho a compartir el ganado de la dote. Como en otros pueblos
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ganaderos del este africano, los hombres se agrupan en “grupos de edad”, pasando a través de diferentes “grados de edad”, desde guerreros a ancianos.
El liderazgo político es ejercido por aquellos individuos ancianos que han
conseguido una posición de influencia en la comunidad local, en gran parte gracias a sus habilidades oratorias y de debate. El
único rol de liderazgo formalmente definido en la
sociedad es el de komoru o sacerdote (fig. 2), un
oficio heredado que tiene un significado principalmente religioso y ritual. El sacerdote personifica el bienestar del grupo en su conjunto y actúa
como medio de comunicación entre la comunidad
y Dios (tumwi), especialmente cuando ésta es
amenazada por acontecimientos tales como la
sequía, plagas en las cosechas y enfermedades.
Los mursi pasaron a ser parte del estado etíope en los últimos años del siglo XIX, cuando el
emperador Menelik II estableció su control sobre
lo que hoy es la región sur del país. Pero no debería considerárseles como una “cultura” o sociedad
históricamente estática y territorialmente limitada. Son el producto relativamente reciente del
movimiento migratorio a gran escala de un pueblo
ganadero hacia las tierras altas etíopes. Tal como
los conocemos hoy en día, son el resultado de tres
movimientos de población independientes, como
consecuencia de la creciente presión medioambiental debida a la rápida desecación de la cuenca
del río Omo durante los últimos 150 a 200 años
(Búster, 1971).
En primer lugar hubo una travesía del Omo desde el oeste hacia mediados
del siglo XIX, que es considerada por los mursi como un acontecimiento histórico en la construcción de su identidad política actual. Posteriormente, en los primeros años del siglo pasado, se produjo otra migración hacia el norte en dirección
a los territorios mejor irrigados del valle. Finalmente hubo un tercer paso que se
inició a comienzos de los 80 y que llevó a los migrantes todavía más allá, a los altos
llanos del Bajo Omo, en contacto cercano y regular con sus vecinos de las tierras
altas, los agricultores aari. Cada una de estas migraciones se hacía, inicialmente,
por un pequeño grupo de familias que viajaban a una distancia relativamente
corta hasta un nuevo lugar en la frontera del área de su asentamiento. Una vez se
establecían los pioneros, en los años siguientes les seguía un flujo de individuos y
familias. Los emigrantes explicaban cada cambio como una respuesta a la presión
medioambiental y como parte de un esfuerzo continuado para encontrar y ocupar
un “lugar fresco”, un lugar bendecido con bosque ribereño para el cultivo y praderas regadas para la cría de ganado.
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Fig. 2.- Sacerdote (komoru) de la
zona norte del territorio mursi,
Komorakora, vestido con una piel
utilizada habitualmente por las
mujeres, ungiendo a los participantes para protegerlos de las heridas durante un combate de duelo
en Warra, en la “casa” del bhuran
de baruba. 1996.
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Fig. 3.- Participante de un thagine
momentos antes del combate, en
Gomai, valle de Elma. Octubre,
1969.
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Esta búsqueda de un “lugar fresco” acaba de forma abrupta en los últimos
20 años, ya que los mursi se han encontrado frente a las acciones mucho más
radicales de “la ordenación del territorio” dirigidas por parte del estado etíope
(Turton, 2005). Al mismo tiempo, crece constantemente la gama de artículos
que se han convertido en necesarios para un
estilo de vida satisfactorio, pero cuya producción está más allá de su capacidad tecnológica. Estos incluyen hoy en día bidones de
plástico, cacerolas de aluminio, ropa de
algodón, mantas y ropa fabricada comercialmente. También han entrado en un contacto, cada vez más, con el mundo de la
última modernidad –representado, entre
otros, por turistas, misioneros y antropólogos. Estas influencias han cambiado su
visión sobre sí mismos como pueblo soberano e independiente, autosuficiente en un
sentido material, así como los valores y aspiraciones que dan significado y propósito a
sus vidas.
El cada vez más frecuente, y a menudo tenso, encuentro entre los mursi y los
turistas extranjeros ofrece una imagen particularmente chocante. Los turistas llegan al
Bajo Omo atraídos por la imagen que se les
presenta en los folletos de las agencias de
viaje como una de las últimas “tierras vírgenes” del mundo, habitada por animales salvajes, guerreros desnudos y –en el caso de los
mursi- por mujeres portadoras de grandes
platos labiales de cerámica en su labio inferior y por jóvenes que llevan sus bastones de
duelo. En esta literatura turística, se presenta
a los mursi como uno de los últimos pueblos “tribales” y “vírgenes” de África, que
nadie que se aventure en el valle del Omo debería perderse. Sin embargo, irónicamente, su creciente dependencia del intercambio de mercado es lo que lleva a
los hombres y mujeres mursi a jugar el papel degradante de los arquetipos primitivos, posando recubiertos de pinturas y envueltos en todo tipo de extraña parafernalia para que los turistas de paso los fotografíen a cambio de unos pocos birr
(moneda etíope). Aunque deseado por ambas partes, este “encuentro” entre los
mursi, pobres y fijados territorialmente, y los turistas, ricos y ambulantes, es tan
incómodo para los que toman parte en él, como inquietante para los que son testigo de ello (Turton, 2004).
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El combate de duelo (thagine) se prolonga normalmentedurante varios días,
habiéndose preparado cuidadosamente
durante los meses previos, con discusiones frecuentes tanto en el interior de cada
grupo combatiente como entre ambos
bandos. Se programa para un momento
del año en el que haya disponibles abundantes alimentos, con el fin de que los
participantes puedan estar bien preparados físicamente. Cuando finalmente tiene
lugar, se hace con la máxima seriedad; un
indicador es que se le describe frecuentemente como “guerra” (kaman). Y como la
guerra, los combates de duelo no se ven
como acontecimientos aislados o “excepcionales”. Se consideran como parte de
una serie continuada de acontecimientos, en los que cada bando, por turnos, visita la “tierra natal” del otro bando, con
intervalos de hasta un año, para “intercambiar” sus “heridas” (chacah muloi). O,
en el caso de la guerra, intercambiar muertes. Por lo tanto, a lo largo de estos
periódicos combates de duelo, como en una guerra, los grupos locales se mantienen unidos por una continua relación de intercambio en la que
cada episodio de hostilidad recuerda al último y mira hacia el próximo.
El arma de duelo es un bastón de madera (donga, plural dongen) de unos dos metros de largo (fig. 3), cortado de una de las dos
especies de árbol del género grewia (kalochi). En posición de ataque,
se coge el donga por su base con las dos manos, la izquierda por encima de la derecha, con el objetivo de asestar un golpe con el mango
(nunca con la punta) en cualquier parte del cuerpo del oponente,
incluida la cabeza, con la fuerza suficiente como para hacerlo caer
(fig. 4). Los golpes se paran agarrando la base del donga con la mano
derecha, mientras se desliza la mano izquierda hacia arriba del
mango hasta el punto por encima del cual se recibe el golpe. Cada
contendiente lleva un “equipo” de duelo (tumoga) que es a la vez
protector y de adorno. Incluye una protección para la mano derecha
hecha de cestería (figs. 3 y 5), protecciones para las espinillas hechas
de piel de animales, anillos de cuerda de pita trenzados para proteger los codos y rodillas, una piel de leopardo sobre la parte delantera del tronco, una falda de piel cortada a tiras, y un cencerro atado
a la cintura. La cabeza se protege enrollándola en largas tiras de algodón. Cuando contemplé por primera vez un duelo mursi, en 1970,
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Fig. 4.- Combate de duelo (thagine).
En la actualidad, se usan los mismos
adornos y ropa protectora, o “kit”,
excepto los cascos, que antes eran
trenzados con hojas de palmera y
hoy han sido reemplazados por protecciones más efectivas, aunque
menos pintorescas, realizadas a base
de largos trozos de tela de algodón
enrolladas en la cabeza. Gomai, en
el valle de Elma. Octubre, 1969.
Fig. 5.- Dos jóvenes espectadores
en un combate de duelo en el valle
del Mago, en 1982.
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Fig. 6.- Participante esperando
que empiece un combate de duelo
(thagine) en Gomai, en el valle de
Elma. Octubre, 1969.
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la protección para la cabeza era un casco de forma elegante, de cestería, tejido de
hojas de palmera doum. Estos cascos eran propensos a soltarse durante el combate, dejando al que lo llevaba expuesto a heridas potencialmente fatales. Ahora han
sido totalmente remplazados por la más eficaz, aunque menos pintoresca, protección de tela de algodón, ya que ésta ha pasado a ser más accesible para los mursi
debido a su creciente integración en la economía monetaria de las tierras altas.
No sólo no se encuentran cascos dongen hoy en día en la tierra mursi, sino que se
ha perdido la habilidad de hacerlos (fig. 6).
Los combates se controlan por uno o más árbitros (kwethana; singular kwethani) que mantienen a los contendientes separados con sus propios dongen, mientras se miran entre sí, listos para la lucha. Tan pronto como el árbitro retira sus
dongen de entre los contendientes, estos se lanzan el uno hacia el otro con furia,
aparentemente intentando causar al otro el mayor daño en el menor
tiempo (fig. 7). La mayoría de los combates duran menos de un
minuto y acaban con la intervención del árbitro.
Para que un combate acabe con la victoria de uno de los contendientes, su oponente debe caer al suelo o retirarse herido (normalmente con los dedos rotos o magullados). En el primer caso,
aunque no en el segundo, el vencedor es llevado a hombros de los
compañeros locales de la misma edad a través del campo (fig. 8) y
luego es rodeado por la chicas solteras del clan de su madre, sus “girl
mother” (dole juge). Colocan pieles de cabra en el suelo para que se
siente y le hacen sombra extendiendo sobre su cabeza telas de algodón sujetas con los palos de duelo. El simbolismo explícito es el de
una madre protegiendo a su bebé del sol: “arropan a su hijo. ¿No se
arropa a un bebé para protegerlo del sol?” Es probablemente esta
costumbre la que dio origen a la creencia popular de que el vencedor de un combate de duelo puede elegir entre las chicas casaderas
disponibles. De hecho hay una prohibición estricta sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer del clan de su madre. Son estas
mismas “girl mother” las que dan la bienvenida, con cuentas de
collar como regalo, al hombre que vuelve de la guerra después de
haber matado por primera vez.
Los contendientes en un duelo provienen de un mismo grupo de edad pero
nunca del mismo clan. Un clan (kabi), de los que hay diecinueve, es una categoría patrilineal de personas que se supone descienden de diferentes coesposas del
mismo hombre. Varían mucho en tamaño y, aunque hay cierta concentración
local de miembros de ciertos clanes en áreas determinadas, los miembros del
mismo clan pueden encontrarse dispersos a lo largo y ancho de la tierra mursi. La
justificación de que los miembros de un mismo clan no deben competir en duelo
entre ellos responde a la norma de la exogamia del clan, y de hecho la única forma
de reestablecer relaciones pacíficas entre dos familias que se han visto envueltas
en un homicidio es por medio de un matrimonio acordado entre una mujer de
la familia del homicida y un hombre de la familia de la víctima. Si en un duelo
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se recibiese una lesión fatal entre hombres del mismo clan, sería imposible que la
“hermana” del contendiente superviviente se casase con el “hermano” del hombre muerto, ya que los dos serían miembros del mismo clan.
Una justificación similar se da para otra de las normas del duelo, que un hombre no debería combatir con
un miembro del clan de su
madre (uno de los “hermanos de su madre”) o con el
hijo de una mujer de su propio clan (uno de los “hijos
de sus hermanas”). Tal como
se ha visto, un hombre no
puede casarse dentro del
clan de su madre y, en casos
de homicidio en los que la
familia del asesino no puede
proporcionar una chica para
casarla en la familia de la víctima, se acepta, y es un procedimiento común, que esa
chica se consiga por parte de
la familia del hermano de la
madre del asesino. Por lo
tanto, un hombre sólo compite en duelo con hombres cuyas “hermanas” pueda obtener en matrimonio. A
todos los hombres que entran en esta categoría se les llama miroga, que es también
el término utilizado para los enemigos, especialmente los ladrones de ganado de grupos vecinos.
Formando grupos
La clave es que los combatientes de los duelos siempre provienen de grupos locales diferentes dentro de la tierra mursi. La población se divide en cinco principales grupos locales o buranyoga (singular buran), que se llaman de norte a sur, baruba, mugjo, biogolakare, ariholi y gongulobibi (fig. 9). Como el término buran se
refiere a un grupo de personas co-residentes, más que al espacio físico que ocupan,
no es posible dibujar límites espaciales claros entre los buranyoga. Lo que les da su
definición espacial no es que sus miembros vivan en unidades territoriales claramente delimitadas, sino que se mueven de un lado a otro, de forma coordinada,
entre las mismas tierras que se destinan al cultivo que depende de la lluvia e inundación y al pastoreo de los bóvidos. En otras palabras, tienen focos territoriales
más que límites territoriales.
Es importante señalar la reciente aparición de estas divisiones locales, especialmente las dos más septentrionales, la baruba y la mugjo, y los motivos de la
expansión territorial. Hace unos ciento cincuenta años, los antepasados de los
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Fig. 7.- Combate de duelo (thagine).
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Fig. 8.- Participante de un thagine,
que ha resultado ganador en su
combate, siendo llevado a hombros por sus compañeros de edad,
como celebración.
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mursis actuales, que llegaban del oeste, comenzaron a ocupar la orilla este del
Omo en una travesía que se considera hoy, según la historia oral, un acontecimiento decisivo en la creación de la identidad específicamente mursi. En los primeros años de este siglo comenzó una segunda emigración hacia el norte, hacia el
río Mara, que forma el límite
norte del territorio mursi. Las
dos migraciones representaron
una expansión mursi en territorios anteriormente habitados
por sus vecinos del norte, los
bodi.
Antes de su marcha
hacia el Mara, existían tres
buranyoga, denominados de
norte a sur, dola, ariholi y gongulobibi, compartiendo los
dola el área ocupada en la
actualidad por los biogolokare.
Los nombres biogolokare,
mugjo y baruba, que distinguen diferentes sub-unidades
de los dola, empezaron a usarse
gradualmente sólo después de
que comenzase la emigración al
Mara y cuando creció la población del área recién ocupada. Finalmente, sólo a
partir de los últimos 10 a 15 años los nombres mugjo y baruba se han generalizado en el habla cotidiana. Por lo tanto, es evidente que esas divisiones locales de la
población mursi no deberían considerarse como estáticas e históricamente permanentes. La imagen es de fluidez y cambio, con creación de nuevas identidades y
modificación de las viejas como resultado de la expansión hacia el norte. Una
expansión que fue alimentada a lo largo de los años por una emigración continua, de sur a norte, de individuos y familias, facilitada en gran medida por matrimonios entre parientes, dando como resultado que los vínculos de pertenencia al
clan y de afinidad, personificados por el intercambio y la cooperación económica,
se ramifican por toda la población rebasando los límites buranyoga.
Los buranyoga, por lo tanto, son grupos “politico-territoriales”: consiste en
gente con intereses compartidos dentro de un territorio también compartido
(Mackenzie, 1978) y que dirigen sus asuntos con relativa independencia de los
otros grupos. Sin embargo, tales grupos no se originan por casualidad, no aparecen por un proceso “natural”. Esto no quiere decir que factores prácticos y materiales, tales como la topografía, la ecología y la necesidad de cooperación en la
explotación y defensa de los escasos recursos, no tengan un papel clave en la determinación del tamaño, forma y distribución de grupos “sobre el terreno”.
Simplemente, significa que tales factores no bastan para explicar el sentido de per-
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tenencia, el sentimiento de unión que experimentan los miembros de ese grupo y
que no sólo los prepara sino que les hace desear hacer grandes sacrificios en su
nombre. Si esos sentimientos fuesen simplemente el resultado de la co-residencia
y el reconocimiento de intereses comunes, sería difícil justificar aquellos casos (la
mayoría) en los que el límite del grupo no está marcado por
una característica natural que aísle eficazmente a todos sus
miembros de un contacto regular con miembros de cualquier
otro grupo. Como nos enseñó el antropólogo Frederick Barth
hace tiempo, los límites étnicos se crean por contacto, no por
aislamiento (1961). Si los límites grupales fuesen una simple
extensión de la cercanía física e interés común, sería difícil
explicar por qué la gente debería sentirse más unida a miembros de su propio grupo, a los que nunca han visto, que a
miembros de un grupo diferente con los que están en contacto diario y amistoso.
Parece razonable asumir que los límites grupales no
son un simple producto de la necesidad práctica sino que
deben de ser considerados en un sentido conceptual. ¿Qué
implica hacer tal distinción conceptual? En primer lugar, la
afirmación de la existencia de al menos dos grupos diferenciados (“ellos” y “nosotros”). En segundo lugar, y como consecuencia lógica de esa misma afirmación, parece evidente la
existencia de un espacio social más amplio en el cual ambos
grupos coexisten. Como el filósofo E. Leclau ha expresado:
“no puedo afirmar una identidad diferencial sin distinguirla
de un contexto y, en el proceso de hacer la distinción, sostengo el contexto al mismo tiempo” (1995,100). La afirmación
de la diferencia es, por lo tanto, una afirmación de la igualdad, de algo compartido, de un “contexto” o espacio social
común. Se deduce de todo ello que el proceso de
“creación/formación” de un grupo se convierte en su separación o “extracción” de
otros grupos similares. Es esta ”desvinculación” de un grupo local respecto de otro
lo que se consigue en el país mursi a través de la violencia masculina ritualizada
del duelo.
Como ya he sugerido, el mismo análisis puede aplicarse a la más letal, pero
igualmente ritualizada, forma de la violencia masculina que llamamos guerra. La
guerra mursi es ritualizada en, al menos, dos sentidos. Primero, existe la conexión
íntima y esencial entre la guerra y los rituales que la llevan a finalizar: hay un sentido real por el cual los mursi y sus vecinos van a la guerra para conseguir la paz.
Segundo, es un hecho que el papel social del guerrero corresponde a una categoría de la población ritualmente definida: es decir, los hombres que ocupan el
rango de edad conocido como rora (singular rori).
Como ya se ha apuntado, la expansión hacia el norte de los mursi durante
este siglo se consiguió a costa de sus vecinos del norte, los bodi. La guerra jugó un
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Fig. 9: Grupos locales (buranyoga)
en tierra mursi. El mapa muestra
las divisiones territoriasles de las
riberas del Omo donde los miembros de cada grupo practican el
cultivo por inundación durante,
aproximadamente, la mitad del
año (Octubre-Febrero).
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Fig. 10.- Ganador del combate llevado a hombros por sus compañeros en Warra, en la tierra del bhuran
de Baruba. 1996.
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papel importante en esta expansión, aunque no se trata, de ningún modo, de un
asunto sencillo según el cual los mursi disponían de una fuerza militar superior a
la de los bodi y por ello ocuparon su territorio. Para entender el papel de la guerra en la expansión mursi debemos considerar que la guerra y los medios rituales
por la que ésta finaliza son partes integrantes del mismo proceso.
Desde que acabó en
1975 el último período de
intensas hostilidades mursibodi, los mursi no han ampliado su frontera norte más allá
del Mara. Lo que ha cambiado,
como resultado de la guerra, es
el estatus legal de la frontera. El
final de las hostilidades se selló
mediante un ritual de paz,
celebrado en el río Mara, a
unas 20 millas al norte de
donde otro ritual similar marcó
el fin de las hostilidades, a principios de los años 50. Por lo
tanto, desde el punto de vista
de los mursi la guerra de principios de los 70 se hizo para
adquirir un nuevo territorio en un sentido de jure: establecer su derecho legal hasta
el Mara, que de facto venían ocupando desde los años 20. Así, la celebración de
una ceremonia de paz en un determinado lugar es una forma de legitimar la propiedad de un territorio que anteriormente les pertenecía solo de facto. En ese caso,
se puede decir que el objetivo de la ceremonia es dar ratificación legal a una invasión territorial que ya había ocurrido, pacíficamente, antes de que la lucha empezase (Turton 1978, 99). Esta conexión entre la guerra y el ritual de pacificación es
una de las razones por la que describo la guerra como violencia masculina ritualizada. Otra razón es que aquellos que van a la guerra, al igual que los que toman
parte en los combates de duelo, son miembros idóneos de una categoría de población definida ritualmente: son miembros del rango de edad rora.
Este es el rango más joven del hombre adulto y, mientras se ocupa este
grado, es cuando se espera que los hombres se casen por primera vez, normalmente al final de su veintena. La transición a este rango se produce mediante una
ceremonia llamada nitha, que también tiene el efecto de agrupar a los nuevos
titulares del rango en un grupo de edad del cual serán miembros hasta que mueran. La previsión formal es que el rora permanezca soltero aunque se trate de
hombres físicamente maduros cuyo principal rol social se define como militar y
de “seguridad”. Se espera de ellos que proporcionen a la comunidad un “pre-
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aviso” de ataque por medio de expediciones regulares de exploración por las áreas
fronterizas y que sean los primeros en movilizarse en el caso de producirse uno
de estos ataques. También se espera de ellos que ejecuten las órdenes de los ancianos en asuntos que conciernen a la disciplina de los miembros recalcitrantes dentro de la misma comunidad. Y del mismo modo, se espera de ellos que asuman
el papel principal en los combates de duelo. Si reunimos todas estas expectativas
y obligaciones, el modo normal en el que un informante resumiría el rol del rora
sería decir que son el “ejército” o la “policía” (holiso) de los mursi. El grado en el
que esta imagen ideal del rora como “guerreros” solteros se aproxime a la realidad
dependerá de la longitud del intervalo de tiempo entre las sucesivas incorporaciones. Se dice que en el pasado este intervalo era normalmente de unos siete
años, lo que significaría que la mayor parte del rora estaría comprendido entre el
final de la década de los veinte años y el comienzo de los treinta. Hoy, sin embargo, prácticamente todo el rora son hombres casados y muchos de ellos tienen
hijos casados. Ello se debe a que la última ceremonia de constitución, realizada
en 1991, tuvo lugar treinta años después de la anterior. De este modo, aquellos
que constituyeron la nueva incorporación en 1991, y que por lo tanto se convirtieron en rora, tenían entonces entre 15 y 45 años de edad, estando hoy (2008)
entre 32 y 62 años.
Conclusión
El duelo y la guerra tienen al menos cuatro características comunes. En primer
lugar, son actividades características de la misma categoría específica de género y
edad de la población. Segundo, se anima y se prepara a los hombres para que se
ocupen de ambas actividades a través de su participación en los rituales de las organizaciones de grupos de edad. Tercero, enfrentan a los hombres como miembros
de grupos político-territoriales diferentes. Y cuarto, son el resultado de una relación recíproca entre estos grupos. Cada caso de guerra o duelo se considera como
un “retorno”, justificado y llevado a cabo en razón de un caso previo, y por lo tanto
como parte de un “intercambio” continuo –de muertes en el caso de la guerra y de
heridas en el caso de los duelos. Según el argumento de este artículo, estas similitudes superficiales se explican por un propósito ritual subyacente común: la afirmación de identidades político-territoriales separadas y el derecho de estas identidades a la coexistencia dentro de un espacio social compartido. ¿Por qué debería
de haber periódicamente una necesidad de afirmar estas identidades?
En el caso de los duelos se puede señalar que los buranyoga no tienen límites territoriales claramente definidos, sólo ámbitos territoriales; que las identidades grupales locales están en un proceso de reajuste y cambio continuo; que las
lealtades basadas en la co-residencia y los intereses compartidos en las actividades
económicas cotidianas se entrecruzan con las lealtades basadas en la pertenencia al
clan y la afinidad; que el duelo incluso da prioridad a las lealtades basadas en relaciones de parentesco pan-mursi, garantizando, por ejemplo, que hombres del
mismo clan pero de distinto buranyoga no compitan en duelo entre ellos; y que el
duelo es, sin embargo, el único contexto en el que se trazan de forma regular y
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visible los límites entre un buran y otro. El duelo, en otras palabras, afirma una
identidad política mursi global, o un “contexto”, incluso distinguiendo y enemistando diferentes “subgrupos” políticos de los mursi (fig. 10).
En el caso de la guerra, podemos destacar que los límites físicos entre aquellos grupos que van a la guerra tampoco están claramente definidos, ni físicamente ni a través del tiempo; que, como en el duelo, la guerra es una relación recíproca, basada por lo tanto en convencionalismos y expectativas comunes, no menos
en cuanto a su resolución; y que la relación no excluye lazos cercanos de intercambio económico y ayuda mutua. La guerra, en otras palabras, afirma valores compartidos que trascienden los límites políticos (culturales, lingüísticos), incluso distinguiendo y enemistando diferentes grupos políticos. Esto lo hace no tanto a través de las normas que rigen la conducta de las hostilidades (aunque tales reglas
existen), como a través de las normas que gobiernan su resolución.
De acuerdo con ello, el duelo y la guerra se comprenden mejor como afirmaciones rituales de un derecho a la diferencia dentro de un contexto de valores
compartidos. Esto no significa que “expresen” o “representen” diferencias ya existentes, como aquellas que han sido bien establecidas por una necesidad práctica y
que los participantes dan por sentado. Tales diferencias difícilmente necesitarían
de una afirmación ritual periódica. El argumento que se ha expuesto es que el
duelo y la guerra son los que “hacen” esta diferencia. Son actos de comunicación
no verbal que tienen la cualidad que el filósofo J. L. Austin denominó como
comunicación verbal “interpretativa”: originan lo que afirman o expresan. Tal
como Austin explicó, a modo de ejemplo, “cuando digo, ante el registro o el
altar… ‘sí, quiero’, no estoy informando sobre una boda, estoy consintiendo en
ello” (Austin, 1982, 6).
Bibliografía
AUSTIN, J. L. (1982): How to do things with words. Oxford University Press, Oxford.
BARTH, F. (1961): “Introduction”. Ethnic Groups and Boundaries: The Social Organisation of
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Hamburg.
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INTERCAMBIANDO HERIDAS:
LA VIOLENCIA MASCULINA
RITUALIZADA O LOS DUELOS MURSI
DAVID TURTON
Los duelos son una actividad popular y valorada por los hombres mursi, especialmente por los hombres solteros. Es una forma ritual de violencia en la que hombres de las diferentes divisiones locales de la población mursi se enfrentan en cortos pero furiosos combates singulares, usando palos de madera de dos metros y
vistiendo estilizadas ropas protectoras. Se han descrito frecuentemente como
“peleas de palos” pero yo prefiero llamarlo duelos, o incluso “duelos ceremoniales”, para enfatizar su naturaleza altamente convencional y ritualizada. A la hora
de clasificarlos, sería mejor hacerlo como una forma de arte marcial.
Junto a los platos labiales de cerámica (o en ocasiones de madera) que llevan las mujeres mursi en sus labios inferiores (Turton, 2004), los duelos de los
hombres mursi se han convertido en una pieza clave de su identidad, no sólo para
los mismos mursi sino también para el mundo exterior. El palo de los duelos,
como el plato labial, se ha convertido en un icono de su cultura material. Debido
a que se realiza entre equipos de hombres que proceden de diferentes áreas locales
(como el fútbol en nuestra sociedad), es tentador pensar en los duelos como una
manera de expresar, y por ello de ayudar a controlar, la agresividad entre diferentes grupos locales. Entre los mursi se debe resaltar que los grupos locales compiten entre sí por los recursos naturales y, especialmente, por el agua y los pastos
necesarios para el ganado. Aunque éste es, sin duda, uno de los factores de la cuestión, no llega, en mi opinión, a la raíz de aquello que convierte a los duelos en una
clave de la cultura mursi. Para apreciar esto, creo que debemos ver los duelos no
sólo como una expresión de antagonismo entre grupos locales, debido a la com-
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* Este artículo se basa en materiales previamente publicados en
Turton, 2002; 2003; y “en prensa”.
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petición por los recursos naturales, sino también, y en primer lugar, como una de
las vías a través de las cuales se “constituyen” estos grupos. La misma interpretación se le puede dar, mutatis mutandis, a la guerra, que los propios mursi ven
como algo análogo a los duelos.
Fig. 1.- Ubicación del territorio
mursi y sus vecinos en el bajo Valle
del Omo.
¿Quienes son los mursi?
Los mursi son ganaderos y agricultores que suman
menos de 10.000 personas y viven en las tierras bajas
del sudoeste de Etiopia. Su territorio se encuentra en
el valle del Omo, unos 100 km al norte de la frontera
entre Etiopia y Kenia (fig. 1). Si bien normalmente los
habitantes de las montañas y los oficiales del gobierno
los describen como “nómadas”, gente que va de un
lugar a otro “colgando de los rabos de su ganado”, los
mursi dependen al menos en un 50% de la agricultura para su supervivencia, sobretodo del sorgo y el
maíz. Hay dos cosechas al año, una a lo largo de las
orillas del Omo, donde se practica la agricultura después de la inundación, y otra en los afluentes orientales del Omo, donde se abren áreas forestales para el
cultivo aprovechando las lluvias. Los cultivos de inundación se plantan en septiembre y octubre, cuando
retrocede la inundación, y se recogen en enero y
diciembre. Los cultivos que aprovechan las lluvias se
plantan tan pronto como caen las grandes lluvias,
durante marzo y abril, y se recogen en junio y julio.
No obstante, el comienzo, duración y distribución
espacial de las lluvias varían considerablemente de un
año al otro. Es esta impredicibilidad de las lluvias,
unida a la limitación del área cultivable disponible
tras la retirada de la inundación, lo que convierte a la
cría de ganado en un recurso adicional vital para los
mursi. Los bóvidos y el ganado menor, aparte de proveer una importante fuente de proteínas en forma de
leche, sangre y carne, pueden ser intercambiados por grano en las tierras altas en
los periodos de malas cosechas y representar para muchas familias la última
defensa contra la hambruna.
Si bien no dependen prioritariamente de los productos ganaderos para su
subsistencia, los mursi atribuyen al ganado una elevada valoración cultural, y virtualmente todas las relaciones sociales –sobre todo el matrimonio- están marcadas
y validadas por el intercambio de ganado. La dote (idealmente compuesta por 38
cabezas de ganado) pasa de la familia del novio al padre de la novia, que tiene que
hacer frente a las demandas de un amplio abanico de familiares, de diferentes clanes, que tienen derecho a compartir el ganado de la dote. Como en otros pueblos
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ganaderos del este africano, los hombres se agrupan en “grupos de edad”, pasando a través de diferentes “grados de edad”, desde guerreros a ancianos.
El liderazgo político es ejercido por aquellos individuos ancianos que han
conseguido una posición de influencia en la comunidad local, en gran parte gracias a sus habilidades oratorias y de debate. El
único rol de liderazgo formalmente definido en la
sociedad es el de komoru o sacerdote (fig. 2), un
oficio heredado que tiene un significado principalmente religioso y ritual. El sacerdote personifica el bienestar del grupo en su conjunto y actúa
como medio de comunicación entre la comunidad
y Dios (tumwi), especialmente cuando ésta es
amenazada por acontecimientos tales como la
sequía, plagas en las cosechas y enfermedades.
Los mursi pasaron a ser parte del estado etíope en los últimos años del siglo XIX, cuando el
emperador Menelik II estableció su control sobre
lo que hoy es la región sur del país. Pero no debería considerárseles como una “cultura” o sociedad
históricamente estática y territorialmente limitada. Son el producto relativamente reciente del
movimiento migratorio a gran escala de un pueblo
ganadero hacia las tierras altas etíopes. Tal como
los conocemos hoy en día, son el resultado de tres
movimientos de población independientes, como
consecuencia de la creciente presión medioambiental debida a la rápida desecación de la cuenca
del río Omo durante los últimos 150 a 200 años
(Búster, 1971).
En primer lugar hubo una travesía del Omo desde el oeste hacia mediados
del siglo XIX, que es considerada por los mursi como un acontecimiento histórico en la construcción de su identidad política actual. Posteriormente, en los primeros años del siglo pasado, se produjo otra migración hacia el norte en dirección
a los territorios mejor irrigados del valle. Finalmente hubo un tercer paso que se
inició a comienzos de los 80 y que llevó a los migrantes todavía más allá, a los altos
llanos del Bajo Omo, en contacto cercano y regular con sus vecinos de las tierras
altas, los agricultores aari. Cada una de estas migraciones se hacía, inicialmente,
por un pequeño grupo de familias que viajaban a una distancia relativamente
corta hasta un nuevo lugar en la frontera del área de su asentamiento. Una vez se
establecían los pioneros, en los años siguientes les seguía un flujo de individuos y
familias. Los emigrantes explicaban cada cambio como una respuesta a la presión
medioambiental y como parte de un esfuerzo continuado para encontrar y ocupar
un “lugar fresco”, un lugar bendecido con bosque ribereño para el cultivo y praderas regadas para la cría de ganado.
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Fig. 2.- Sacerdote (komoru) de la
zona norte del territorio mursi,
Komorakora, vestido con una piel
utilizada habitualmente por las
mujeres, ungiendo a los participantes para protegerlos de las heridas durante un combate de duelo
en Warra, en la “casa” del bhuran
de baruba. 1996.
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Fig. 3.- Participante de un thagine
momentos antes del combate, en
Gomai, valle de Elma. Octubre,
1969.
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Esta búsqueda de un “lugar fresco” acaba de forma abrupta en los últimos
20 años, ya que los mursi se han encontrado frente a las acciones mucho más
radicales de “la ordenación del territorio” dirigidas por parte del estado etíope
(Turton, 2005). Al mismo tiempo, crece constantemente la gama de artículos
que se han convertido en necesarios para un
estilo de vida satisfactorio, pero cuya producción está más allá de su capacidad tecnológica. Estos incluyen hoy en día bidones de
plástico, cacerolas de aluminio, ropa de
algodón, mantas y ropa fabricada comercialmente. También han entrado en un contacto, cada vez más, con el mundo de la
última modernidad –representado, entre
otros, por turistas, misioneros y antropólogos. Estas influencias han cambiado su
visión sobre sí mismos como pueblo soberano e independiente, autosuficiente en un
sentido material, así como los valores y aspiraciones que dan significado y propósito a
sus vidas.
El cada vez más frecuente, y a menudo tenso, encuentro entre los mursi y los
turistas extranjeros ofrece una imagen particularmente chocante. Los turistas llegan al
Bajo Omo atraídos por la imagen que se les
presenta en los folletos de las agencias de
viaje como una de las últimas “tierras vírgenes” del mundo, habitada por animales salvajes, guerreros desnudos y –en el caso de los
mursi- por mujeres portadoras de grandes
platos labiales de cerámica en su labio inferior y por jóvenes que llevan sus bastones de
duelo. En esta literatura turística, se presenta
a los mursi como uno de los últimos pueblos “tribales” y “vírgenes” de África, que
nadie que se aventure en el valle del Omo debería perderse. Sin embargo, irónicamente, su creciente dependencia del intercambio de mercado es lo que lleva a
los hombres y mujeres mursi a jugar el papel degradante de los arquetipos primitivos, posando recubiertos de pinturas y envueltos en todo tipo de extraña parafernalia para que los turistas de paso los fotografíen a cambio de unos pocos birr
(moneda etíope). Aunque deseado por ambas partes, este “encuentro” entre los
mursi, pobres y fijados territorialmente, y los turistas, ricos y ambulantes, es tan
incómodo para los que toman parte en él, como inquietante para los que son testigo de ello (Turton, 2004).
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Intercambiando heridas
El combate de duelo (thagine) se prolonga normalmentedurante varios días,
habiéndose preparado cuidadosamente
durante los meses previos, con discusiones frecuentes tanto en el interior de cada
grupo combatiente como entre ambos
bandos. Se programa para un momento
del año en el que haya disponibles abundantes alimentos, con el fin de que los
participantes puedan estar bien preparados físicamente. Cuando finalmente tiene
lugar, se hace con la máxima seriedad; un
indicador es que se le describe frecuentemente como “guerra” (kaman). Y como la
guerra, los combates de duelo no se ven
como acontecimientos aislados o “excepcionales”. Se consideran como parte de
una serie continuada de acontecimientos, en los que cada bando, por turnos, visita la “tierra natal” del otro bando, con
intervalos de hasta un año, para “intercambiar” sus “heridas” (chacah muloi). O,
en el caso de la guerra, intercambiar muertes. Por lo tanto, a lo largo de estos
periódicos combates de duelo, como en una guerra, los grupos locales se mantienen unidos por una continua relación de intercambio en la que
cada episodio de hostilidad recuerda al último y mira hacia el próximo.
El arma de duelo es un bastón de madera (donga, plural dongen) de unos dos metros de largo (fig. 3), cortado de una de las dos
especies de árbol del género grewia (kalochi). En posición de ataque,
se coge el donga por su base con las dos manos, la izquierda por encima de la derecha, con el objetivo de asestar un golpe con el mango
(nunca con la punta) en cualquier parte del cuerpo del oponente,
incluida la cabeza, con la fuerza suficiente como para hacerlo caer
(fig. 4). Los golpes se paran agarrando la base del donga con la mano
derecha, mientras se desliza la mano izquierda hacia arriba del
mango hasta el punto por encima del cual se recibe el golpe. Cada
contendiente lleva un “equipo” de duelo (tumoga) que es a la vez
protector y de adorno. Incluye una protección para la mano derecha
hecha de cestería (figs. 3 y 5), protecciones para las espinillas hechas
de piel de animales, anillos de cuerda de pita trenzados para proteger los codos y rodillas, una piel de leopardo sobre la parte delantera del tronco, una falda de piel cortada a tiras, y un cencerro atado
a la cintura. La cabeza se protege enrollándola en largas tiras de algodón. Cuando contemplé por primera vez un duelo mursi, en 1970,
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Fig. 4.- Combate de duelo (thagine).
En la actualidad, se usan los mismos
adornos y ropa protectora, o “kit”,
excepto los cascos, que antes eran
trenzados con hojas de palmera y
hoy han sido reemplazados por protecciones más efectivas, aunque
menos pintorescas, realizadas a base
de largos trozos de tela de algodón
enrolladas en la cabeza. Gomai, en
el valle de Elma. Octubre, 1969.
Fig. 5.- Dos jóvenes espectadores
en un combate de duelo en el valle
del Mago, en 1982.
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Fig. 6.- Participante esperando
que empiece un combate de duelo
(thagine) en Gomai, en el valle de
Elma. Octubre, 1969.
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la protección para la cabeza era un casco de forma elegante, de cestería, tejido de
hojas de palmera doum. Estos cascos eran propensos a soltarse durante el combate, dejando al que lo llevaba expuesto a heridas potencialmente fatales. Ahora han
sido totalmente remplazados por la más eficaz, aunque menos pintoresca, protección de tela de algodón, ya que ésta ha pasado a ser más accesible para los mursi
debido a su creciente integración en la economía monetaria de las tierras altas.
No sólo no se encuentran cascos dongen hoy en día en la tierra mursi, sino que se
ha perdido la habilidad de hacerlos (fig. 6).
Los combates se controlan por uno o más árbitros (kwethana; singular kwethani) que mantienen a los contendientes separados con sus propios dongen, mientras se miran entre sí, listos para la lucha. Tan pronto como el árbitro retira sus
dongen de entre los contendientes, estos se lanzan el uno hacia el otro con furia,
aparentemente intentando causar al otro el mayor daño en el menor
tiempo (fig. 7). La mayoría de los combates duran menos de un
minuto y acaban con la intervención del árbitro.
Para que un combate acabe con la victoria de uno de los contendientes, su oponente debe caer al suelo o retirarse herido (normalmente con los dedos rotos o magullados). En el primer caso,
aunque no en el segundo, el vencedor es llevado a hombros de los
compañeros locales de la misma edad a través del campo (fig. 8) y
luego es rodeado por la chicas solteras del clan de su madre, sus “girl
mother” (dole juge). Colocan pieles de cabra en el suelo para que se
siente y le hacen sombra extendiendo sobre su cabeza telas de algodón sujetas con los palos de duelo. El simbolismo explícito es el de
una madre protegiendo a su bebé del sol: “arropan a su hijo. ¿No se
arropa a un bebé para protegerlo del sol?” Es probablemente esta
costumbre la que dio origen a la creencia popular de que el vencedor de un combate de duelo puede elegir entre las chicas casaderas
disponibles. De hecho hay una prohibición estricta sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer del clan de su madre. Son estas
mismas “girl mother” las que dan la bienvenida, con cuentas de
collar como regalo, al hombre que vuelve de la guerra después de
haber matado por primera vez.
Los contendientes en un duelo provienen de un mismo grupo de edad pero
nunca del mismo clan. Un clan (kabi), de los que hay diecinueve, es una categoría patrilineal de personas que se supone descienden de diferentes coesposas del
mismo hombre. Varían mucho en tamaño y, aunque hay cierta concentración
local de miembros de ciertos clanes en áreas determinadas, los miembros del
mismo clan pueden encontrarse dispersos a lo largo y ancho de la tierra mursi. La
justificación de que los miembros de un mismo clan no deben competir en duelo
entre ellos responde a la norma de la exogamia del clan, y de hecho la única forma
de reestablecer relaciones pacíficas entre dos familias que se han visto envueltas
en un homicidio es por medio de un matrimonio acordado entre una mujer de
la familia del homicida y un hombre de la familia de la víctima. Si en un duelo
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se recibiese una lesión fatal entre hombres del mismo clan, sería imposible que la
“hermana” del contendiente superviviente se casase con el “hermano” del hombre muerto, ya que los dos serían miembros del mismo clan.
Una justificación similar se da para otra de las normas del duelo, que un hombre no debería combatir con
un miembro del clan de su
madre (uno de los “hermanos de su madre”) o con el
hijo de una mujer de su propio clan (uno de los “hijos
de sus hermanas”). Tal como
se ha visto, un hombre no
puede casarse dentro del
clan de su madre y, en casos
de homicidio en los que la
familia del asesino no puede
proporcionar una chica para
casarla en la familia de la víctima, se acepta, y es un procedimiento común, que esa
chica se consiga por parte de
la familia del hermano de la
madre del asesino. Por lo
tanto, un hombre sólo compite en duelo con hombres cuyas “hermanas” pueda obtener en matrimonio. A
todos los hombres que entran en esta categoría se les llama miroga, que es también
el término utilizado para los enemigos, especialmente los ladrones de ganado de grupos vecinos.
Formando grupos
La clave es que los combatientes de los duelos siempre provienen de grupos locales diferentes dentro de la tierra mursi. La población se divide en cinco principales grupos locales o buranyoga (singular buran), que se llaman de norte a sur, baruba, mugjo, biogolakare, ariholi y gongulobibi (fig. 9). Como el término buran se
refiere a un grupo de personas co-residentes, más que al espacio físico que ocupan,
no es posible dibujar límites espaciales claros entre los buranyoga. Lo que les da su
definición espacial no es que sus miembros vivan en unidades territoriales claramente delimitadas, sino que se mueven de un lado a otro, de forma coordinada,
entre las mismas tierras que se destinan al cultivo que depende de la lluvia e inundación y al pastoreo de los bóvidos. En otras palabras, tienen focos territoriales
más que límites territoriales.
Es importante señalar la reciente aparición de estas divisiones locales, especialmente las dos más septentrionales, la baruba y la mugjo, y los motivos de la
expansión territorial. Hace unos ciento cincuenta años, los antepasados de los
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Fig. 7.- Combate de duelo (thagine).
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Fig. 8.- Participante de un thagine,
que ha resultado ganador en su
combate, siendo llevado a hombros por sus compañeros de edad,
como celebración.
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mursis actuales, que llegaban del oeste, comenzaron a ocupar la orilla este del
Omo en una travesía que se considera hoy, según la historia oral, un acontecimiento decisivo en la creación de la identidad específicamente mursi. En los primeros años de este siglo comenzó una segunda emigración hacia el norte, hacia el
río Mara, que forma el límite
norte del territorio mursi. Las
dos migraciones representaron
una expansión mursi en territorios anteriormente habitados
por sus vecinos del norte, los
bodi.
Antes de su marcha
hacia el Mara, existían tres
buranyoga, denominados de
norte a sur, dola, ariholi y gongulobibi, compartiendo los
dola el área ocupada en la
actualidad por los biogolokare.
Los nombres biogolokare,
mugjo y baruba, que distinguen diferentes sub-unidades
de los dola, empezaron a usarse
gradualmente sólo después de
que comenzase la emigración al
Mara y cuando creció la población del área recién ocupada. Finalmente, sólo a
partir de los últimos 10 a 15 años los nombres mugjo y baruba se han generalizado en el habla cotidiana. Por lo tanto, es evidente que esas divisiones locales de la
población mursi no deberían considerarse como estáticas e históricamente permanentes. La imagen es de fluidez y cambio, con creación de nuevas identidades y
modificación de las viejas como resultado de la expansión hacia el norte. Una
expansión que fue alimentada a lo largo de los años por una emigración continua, de sur a norte, de individuos y familias, facilitada en gran medida por matrimonios entre parientes, dando como resultado que los vínculos de pertenencia al
clan y de afinidad, personificados por el intercambio y la cooperación económica,
se ramifican por toda la población rebasando los límites buranyoga.
Los buranyoga, por lo tanto, son grupos “politico-territoriales”: consiste en
gente con intereses compartidos dentro de un territorio también compartido
(Mackenzie, 1978) y que dirigen sus asuntos con relativa independencia de los
otros grupos. Sin embargo, tales grupos no se originan por casualidad, no aparecen por un proceso “natural”. Esto no quiere decir que factores prácticos y materiales, tales como la topografía, la ecología y la necesidad de cooperación en la
explotación y defensa de los escasos recursos, no tengan un papel clave en la determinación del tamaño, forma y distribución de grupos “sobre el terreno”.
Simplemente, significa que tales factores no bastan para explicar el sentido de per-
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tenencia, el sentimiento de unión que experimentan los miembros de ese grupo y
que no sólo los prepara sino que les hace desear hacer grandes sacrificios en su
nombre. Si esos sentimientos fuesen simplemente el resultado de la co-residencia
y el reconocimiento de intereses comunes, sería difícil justificar aquellos casos (la
mayoría) en los que el límite del grupo no está marcado por
una característica natural que aísle eficazmente a todos sus
miembros de un contacto regular con miembros de cualquier
otro grupo. Como nos enseñó el antropólogo Frederick Barth
hace tiempo, los límites étnicos se crean por contacto, no por
aislamiento (1961). Si los límites grupales fuesen una simple
extensión de la cercanía física e interés común, sería difícil
explicar por qué la gente debería sentirse más unida a miembros de su propio grupo, a los que nunca han visto, que a
miembros de un grupo diferente con los que están en contacto diario y amistoso.
Parece razonable asumir que los límites grupales no
son un simple producto de la necesidad práctica sino que
deben de ser considerados en un sentido conceptual. ¿Qué
implica hacer tal distinción conceptual? En primer lugar, la
afirmación de la existencia de al menos dos grupos diferenciados (“ellos” y “nosotros”). En segundo lugar, y como consecuencia lógica de esa misma afirmación, parece evidente la
existencia de un espacio social más amplio en el cual ambos
grupos coexisten. Como el filósofo E. Leclau ha expresado:
“no puedo afirmar una identidad diferencial sin distinguirla
de un contexto y, en el proceso de hacer la distinción, sostengo el contexto al mismo tiempo” (1995,100). La afirmación
de la diferencia es, por lo tanto, una afirmación de la igualdad, de algo compartido, de un “contexto” o espacio social
común. Se deduce de todo ello que el proceso de
“creación/formación” de un grupo se convierte en su separación o “extracción” de
otros grupos similares. Es esta ”desvinculación” de un grupo local respecto de otro
lo que se consigue en el país mursi a través de la violencia masculina ritualizada
del duelo.
Como ya he sugerido, el mismo análisis puede aplicarse a la más letal, pero
igualmente ritualizada, forma de la violencia masculina que llamamos guerra. La
guerra mursi es ritualizada en, al menos, dos sentidos. Primero, existe la conexión
íntima y esencial entre la guerra y los rituales que la llevan a finalizar: hay un sentido real por el cual los mursi y sus vecinos van a la guerra para conseguir la paz.
Segundo, es un hecho que el papel social del guerrero corresponde a una categoría de la población ritualmente definida: es decir, los hombres que ocupan el
rango de edad conocido como rora (singular rori).
Como ya se ha apuntado, la expansión hacia el norte de los mursi durante
este siglo se consiguió a costa de sus vecinos del norte, los bodi. La guerra jugó un
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Fig. 9: Grupos locales (buranyoga)
en tierra mursi. El mapa muestra
las divisiones territoriasles de las
riberas del Omo donde los miembros de cada grupo practican el
cultivo por inundación durante,
aproximadamente, la mitad del
año (Octubre-Febrero).
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Fig. 10.- Ganador del combate llevado a hombros por sus compañeros en Warra, en la tierra del bhuran
de Baruba. 1996.
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papel importante en esta expansión, aunque no se trata, de ningún modo, de un
asunto sencillo según el cual los mursi disponían de una fuerza militar superior a
la de los bodi y por ello ocuparon su territorio. Para entender el papel de la guerra en la expansión mursi debemos considerar que la guerra y los medios rituales
por la que ésta finaliza son partes integrantes del mismo proceso.
Desde que acabó en
1975 el último período de
intensas hostilidades mursibodi, los mursi no han ampliado su frontera norte más allá
del Mara. Lo que ha cambiado,
como resultado de la guerra, es
el estatus legal de la frontera. El
final de las hostilidades se selló
mediante un ritual de paz,
celebrado en el río Mara, a
unas 20 millas al norte de
donde otro ritual similar marcó
el fin de las hostilidades, a principios de los años 50. Por lo
tanto, desde el punto de vista
de los mursi la guerra de principios de los 70 se hizo para
adquirir un nuevo territorio en un sentido de jure: establecer su derecho legal hasta
el Mara, que de facto venían ocupando desde los años 20. Así, la celebración de
una ceremonia de paz en un determinado lugar es una forma de legitimar la propiedad de un territorio que anteriormente les pertenecía solo de facto. En ese caso,
se puede decir que el objetivo de la ceremonia es dar ratificación legal a una invasión territorial que ya había ocurrido, pacíficamente, antes de que la lucha empezase (Turton 1978, 99). Esta conexión entre la guerra y el ritual de pacificación es
una de las razones por la que describo la guerra como violencia masculina ritualizada. Otra razón es que aquellos que van a la guerra, al igual que los que toman
parte en los combates de duelo, son miembros idóneos de una categoría de población definida ritualmente: son miembros del rango de edad rora.
Este es el rango más joven del hombre adulto y, mientras se ocupa este
grado, es cuando se espera que los hombres se casen por primera vez, normalmente al final de su veintena. La transición a este rango se produce mediante una
ceremonia llamada nitha, que también tiene el efecto de agrupar a los nuevos
titulares del rango en un grupo de edad del cual serán miembros hasta que mueran. La previsión formal es que el rora permanezca soltero aunque se trate de
hombres físicamente maduros cuyo principal rol social se define como militar y
de “seguridad”. Se espera de ellos que proporcionen a la comunidad un “pre-
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aviso” de ataque por medio de expediciones regulares de exploración por las áreas
fronterizas y que sean los primeros en movilizarse en el caso de producirse uno
de estos ataques. También se espera de ellos que ejecuten las órdenes de los ancianos en asuntos que conciernen a la disciplina de los miembros recalcitrantes dentro de la misma comunidad. Y del mismo modo, se espera de ellos que asuman
el papel principal en los combates de duelo. Si reunimos todas estas expectativas
y obligaciones, el modo normal en el que un informante resumiría el rol del rora
sería decir que son el “ejército” o la “policía” (holiso) de los mursi. El grado en el
que esta imagen ideal del rora como “guerreros” solteros se aproxime a la realidad
dependerá de la longitud del intervalo de tiempo entre las sucesivas incorporaciones. Se dice que en el pasado este intervalo era normalmente de unos siete
años, lo que significaría que la mayor parte del rora estaría comprendido entre el
final de la década de los veinte años y el comienzo de los treinta. Hoy, sin embargo, prácticamente todo el rora son hombres casados y muchos de ellos tienen
hijos casados. Ello se debe a que la última ceremonia de constitución, realizada
en 1991, tuvo lugar treinta años después de la anterior. De este modo, aquellos
que constituyeron la nueva incorporación en 1991, y que por lo tanto se convirtieron en rora, tenían entonces entre 15 y 45 años de edad, estando hoy (2008)
entre 32 y 62 años.
Conclusión
El duelo y la guerra tienen al menos cuatro características comunes. En primer
lugar, son actividades características de la misma categoría específica de género y
edad de la población. Segundo, se anima y se prepara a los hombres para que se
ocupen de ambas actividades a través de su participación en los rituales de las organizaciones de grupos de edad. Tercero, enfrentan a los hombres como miembros
de grupos político-territoriales diferentes. Y cuarto, son el resultado de una relación recíproca entre estos grupos. Cada caso de guerra o duelo se considera como
un “retorno”, justificado y llevado a cabo en razón de un caso previo, y por lo tanto
como parte de un “intercambio” continuo –de muertes en el caso de la guerra y de
heridas en el caso de los duelos. Según el argumento de este artículo, estas similitudes superficiales se explican por un propósito ritual subyacente común: la afirmación de identidades político-territoriales separadas y el derecho de estas identidades a la coexistencia dentro de un espacio social compartido. ¿Por qué debería
de haber periódicamente una necesidad de afirmar estas identidades?
En el caso de los duelos se puede señalar que los buranyoga no tienen límites territoriales claramente definidos, sólo ámbitos territoriales; que las identidades grupales locales están en un proceso de reajuste y cambio continuo; que las
lealtades basadas en la co-residencia y los intereses compartidos en las actividades
económicas cotidianas se entrecruzan con las lealtades basadas en la pertenencia al
clan y la afinidad; que el duelo incluso da prioridad a las lealtades basadas en relaciones de parentesco pan-mursi, garantizando, por ejemplo, que hombres del
mismo clan pero de distinto buranyoga no compitan en duelo entre ellos; y que el
duelo es, sin embargo, el único contexto en el que se trazan de forma regular y
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visible los límites entre un buran y otro. El duelo, en otras palabras, afirma una
identidad política mursi global, o un “contexto”, incluso distinguiendo y enemistando diferentes “subgrupos” políticos de los mursi (fig. 10).
En el caso de la guerra, podemos destacar que los límites físicos entre aquellos grupos que van a la guerra tampoco están claramente definidos, ni físicamente ni a través del tiempo; que, como en el duelo, la guerra es una relación recíproca, basada por lo tanto en convencionalismos y expectativas comunes, no menos
en cuanto a su resolución; y que la relación no excluye lazos cercanos de intercambio económico y ayuda mutua. La guerra, en otras palabras, afirma valores compartidos que trascienden los límites políticos (culturales, lingüísticos), incluso distinguiendo y enemistando diferentes grupos políticos. Esto lo hace no tanto a través de las normas que rigen la conducta de las hostilidades (aunque tales reglas
existen), como a través de las normas que gobiernan su resolución.
De acuerdo con ello, el duelo y la guerra se comprenden mejor como afirmaciones rituales de un derecho a la diferencia dentro de un contexto de valores
compartidos. Esto no significa que “expresen” o “representen” diferencias ya existentes, como aquellas que han sido bien establecidas por una necesidad práctica y
que los participantes dan por sentado. Tales diferencias difícilmente necesitarían
de una afirmación ritual periódica. El argumento que se ha expuesto es que el
duelo y la guerra son los que “hacen” esta diferencia. Son actos de comunicación
no verbal que tienen la cualidad que el filósofo J. L. Austin denominó como
comunicación verbal “interpretativa”: originan lo que afirman o expresan. Tal
como Austin explicó, a modo de ejemplo, “cuando digo, ante el registro o el
altar… ‘sí, quiero’, no estoy informando sobre una boda, estoy consintiendo en
ello” (Austin, 1982, 6).
Bibliografía
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